lunes, 5 de marzo de 2012

Con olor a café

Voy por mi segunda taza de café y sigo observando el ir y venir de la gente que entra y sale de la cafetería. De rato en rato tomo un sorbo de este líquido amargo que por fin tiene la temperatura que me gusta, y continuo escribiendo en medio de un murmullo que se vuelve monótono en contraste con las  expresiones que acompaña el  cuchicheo.
A un lado de mi mesa un gordito devora un sándwich de asado con tanta habilidad que armoniza cada uno de sus movimientos. Come, lee, escribe en una agenda, toma su jugo de fresa y todo sin botar ni  una miga.
Más allá, un grupo de contemporáneas, celebran el cumpleaños de una de ellas entre tostadas y manzanilla. Sonríen y no paran de hablar. Suena el celular de la que parece ser  la agasajada y lo guarda dentro de su bolso. Sabia decisión. Luego  se enfrascan en una charla que de vez en cuando se altera por algunas carcajadas. 
Los meseros corren de un lado a otro y el aroma del café recién pasado se hace más fuerte.  Acaban de entrar dos señores entre 65 y 70 años.  Uno de ellos trae puesto un sombrero que ha dejado sobre una silla, mientras que el otro acomoda su bastón entre las piernas. Se les ve tan cómodos que me atrevería a afirmar que llevan una amistad de muchos años, y que este encuentro es uno de esos momentos en donde ambos vuelven al pasado como una forma de seguir viviendo. Eso me ocurre cada vez que me reúno con mis amigas. Hay tantas cosas de qué hablar, pero siempre terminamos   recordando la época del colegio y riéndonos de las mismas cosas, tal vez en nuestro afán de seguir aferrándonos a esa etapa donde lo único que importaba era el presente y las emociones que ansiábamos vivir. No había más futuro que el examen de matemáticas o las tareas que resolvíamos apuradas en la primera hora, casi siempre copiándonos de Adela o de Rosita.
El grupo de contemporáneas se despide entra risas y “luego nos hablamos”, y observo que  cada una va cambiando la expresión de sus rostros a medida que se acercan a la puerta. La que soltaba más risotadas ahora tiene el ceño fruncido. Otra camina renegando de algo con la que está a su lado. Una se detiene cerca de mi mesa para hablar por el celular y alcanzo a escuchar que discute con alguien. “Por qué no te mueres”, vocifera antes de cerrar el aparato. Algunos voltean a mirarla y yo finjo que no la escuché.  La agasajada espera a alguien en la puerta de la cafetería mientras se despide de sus amigas. Ahora está sola mirando con insistencia su reloj, y yo que no dejo de observarla. Nadie al verla diría que hace unos instantes estuvo riendo y festejando su cumpleaños. Está molesta y sigue mirando su reloj. Yo diría que acaba de aterrizar a la realidad igual que cada una de sus amigas. Por un momento lograron aislarse del mundo y sus problemas para dejar que fluya la alegría; fueron espontáneas y disfrutaron al máximo de unos minutos que les dio felicidad.  
Es imposible no tener preocupaciones y estar al pendiente de situaciones que nos causan estrés y sufrimientos, pero está en nosotros tomar las cosas con calma. Respirar profundo antes de seguir adelante. Las preocupaciones pasarán, los malos momentos terminarán siendo experiencias que casi siempre nos enseñan algo positivo,  pero lo que siempre quedará es nuestra forma de ver la vida.  Está en nosotros alargar los buenos momentos y decidir ser felices. No olviden que cada día es único y que debemos vivir como si fuera el último porque, desgraciadamente,  algún día lo será.
La agasajada se sube a un auto y cierra la puerta con fuerza. El gordito está pagando su cuenta, los señores continúan tomando café, y yo acabo de ordenar un sándwich de pollo con mucha mayonesa. Ah, y un vaso enorme de milkshake de guanábana.
Hasta otro día
Pilar

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