Voy
por mi segunda taza de café y sigo observando el ir y venir de la gente que
entra y sale de la cafetería. De rato en rato tomo un sorbo de este líquido
amargo que por fin tiene la temperatura que me gusta, y continuo escribiendo en
medio de un murmullo que se vuelve monótono en contraste con las expresiones que acompaña el cuchicheo.
A
un lado de mi mesa un gordito devora un sándwich de asado con tanta habilidad
que armoniza cada uno de sus movimientos. Come, lee, escribe en una agenda,
toma su jugo de fresa y todo sin botar ni
una miga.
Más
allá, un grupo de contemporáneas, celebran el cumpleaños de una de ellas entre
tostadas y manzanilla. Sonríen y no paran de hablar. Suena el celular de la que
parece ser la agasajada y lo guarda
dentro de su bolso. Sabia decisión. Luego se enfrascan en una charla que de vez en
cuando se altera por algunas carcajadas.
Los
meseros corren de un lado a otro y el aroma del café recién pasado se hace más
fuerte. Acaban de entrar dos señores
entre 65 y 70 años. Uno de ellos trae
puesto un sombrero que ha dejado sobre una silla, mientras que el otro acomoda
su bastón entre las piernas. Se les ve tan cómodos que me atrevería a
afirmar que llevan una amistad de muchos años, y que este encuentro es uno de
esos momentos en donde ambos vuelven al pasado como una forma de seguir
viviendo. Eso me ocurre cada vez que me reúno con mis amigas. Hay tantas cosas
de qué hablar, pero siempre terminamos recordando la época del colegio y riéndonos de
las mismas cosas, tal vez en nuestro afán de seguir aferrándonos a esa etapa donde
lo único que importaba era el presente y las emociones que ansiábamos vivir. No
había más futuro que el examen de matemáticas o las tareas que resolvíamos
apuradas en la primera hora, casi siempre copiándonos de Adela o de Rosita.
El
grupo de contemporáneas se despide entra risas y “luego nos hablamos”, y
observo que cada una va cambiando la expresión
de sus rostros a medida que se acercan a la puerta. La que soltaba más
risotadas ahora tiene el ceño fruncido. Otra camina renegando de algo con la
que está a su lado. Una se detiene cerca de mi mesa para hablar por el celular
y alcanzo a escuchar que discute con alguien. “Por qué no te mueres”, vocifera
antes de cerrar el aparato. Algunos voltean a mirarla y yo finjo que no la
escuché. La agasajada espera a alguien
en la puerta de la cafetería mientras se despide de sus amigas. Ahora está sola
mirando con insistencia su reloj, y yo que no dejo de observarla. Nadie al
verla diría que hace unos instantes estuvo riendo y festejando su cumpleaños.
Está molesta y sigue mirando su reloj. Yo diría que acaba de aterrizar a la
realidad igual que cada una de sus amigas. Por un momento lograron aislarse del
mundo y sus problemas para dejar que fluya la alegría; fueron espontáneas y
disfrutaron al máximo de unos minutos que les dio felicidad.
Es
imposible no tener preocupaciones y estar al pendiente de situaciones que nos
causan estrés y sufrimientos, pero está en nosotros tomar las cosas con calma.
Respirar profundo antes de seguir adelante. Las preocupaciones pasarán, los
malos momentos terminarán siendo experiencias que casi siempre nos enseñan algo
positivo, pero lo que siempre quedará es
nuestra forma de ver la vida. Está en
nosotros alargar los buenos momentos y decidir ser felices. No olviden que cada
día es único y que debemos vivir como si fuera el último porque,
desgraciadamente, algún día lo será.
La
agasajada se sube a un auto y cierra la puerta con fuerza. El gordito está
pagando su cuenta, los señores continúan tomando café, y yo acabo de ordenar un
sándwich de pollo con mucha mayonesa. Ah, y un vaso enorme de milkshake de
guanábana.
Hasta
otro día
Pilar