jueves, 20 de febrero de 2025

Capítulo 3 Le Salon d'or

 


La maison resplandecía bajo la luz dorada de los candelabros, su elegancia se fundía con la noche en un hechizo de misterio y refinamiento. En el corazón de la residencia, más allá de los salones principales, se encontraba Le Salon d'Or, un espacio reservado para los visitantes más selectos de madame Leblanc. Aquí, el tiempo se diluía entre conversaciones acompasadas y copas de licor que brillaban bajo la tenue iluminación. Las paredes estaban cubiertas con paneles de madera de roble oscuro, trabajados con exquisitos detalles en pan de oro, y los techos abovedados sostenían arañas de cristal que proyectaban destellos danzarines sobre los sofás de terciopelo. En cada rincón, la opulencia se filtraba en forma de muebles de época, cortinas de brocado y alfombras persas que silenciaban los pasos con su suavidad. El aire estaba impregnado  de  la  fragancia  de  madera  de  ámbar y el sutil aroma de un brandy envejecido, sirviendo de preámbulo a la experiencia que cada hombre estaba por vivir. 

Los invitados ocupaban el salón con la seguridad de quienes están acostumbrados al lujo. Leonardo Lascurain, magnate del acero y asiduo visitante de la maison, se reclinaba con soltura en uno de los sofás de cuero oscuro, sosteniendo una copa de Armagnac. A su lado, Valentina se inclinaba con gracia, susurrándole algo al oído mientras jugueteaba con las perlas que adornaban su cuello.  Sus dedos se deslizaban con estudiada suavidad sobre la tela de su vestido negro, que resaltaba su esbelta figura y su aura de sofisticación inalcanzable. A unos metros, monsieur De la Borbolla observaba con aire pensativo a Emilia, quien le servía un whisky con la misma destreza con la que medía cada palabra. Ella no tenía prisa; su conversación era como un perfume delicado, revelándose en notas sutiles que dejaban huella en la memoria. La expresión en los ojos del hombre delataba su creciente fascinación, atrapado en la red invisible de encanto que Emilia tejía con paciencia. Cerca de la chimenea, Juliette deslizaba su abanico de encaje entre sus dedos, jugando con la mirada de monsieur Belmont, quien  intentaba descifrar el enigma que representaba la francesa. Cada gesto suyo era una invitación a la intriga, un juego que madame Leblanc había perfeccionado en todas sus chicas.

El mayordomo, un hombre mayor de impecable porte, se movía con la eficiencia de un reloj suizo. Con una inclinación apenas perceptible, servía las bebidas y recogía con discreción las copas vacías. Su presencia era casi etérea, pero su atención al detalle demostraba que cada gesto en la maison estaba cuidadosamente orquestado.

Madame Leblanc supervisaba la escena desde la entrada del salón, envuelta en un vestido de seda color borgoña que contrastaba con su pálida piel. En su mano sostenía una copa de licor oscuro, que giraba lentamente entre sus dedos enguantados en encaje. Sus ojos recorrían el salón como un halcón midiendo su dominio, asegurándose de que cada detalle fuera perfecto, de que cada mirada, cada palabra, cada sonrisa estuviera en su lugar.

Alim Rabal, con su porte de realeza y su aire de seguridad innata, conversaba con Bianca. Ella, con su elegancia inmutable, mantenía su postura relajada, pero su mirada sugería que había algo más allá de la simple cortesía. Sus labios  esbozaban  una  sonrisa  casi imperceptible, el tipo de gesto que no se olvida fácilmente. Rabal inclinó la cabeza, intrigado, y Bianca supo que ya lo tenía en el umbral de la curiosidad.

El murmullo de las conversaciones llenaba el salón con un ritmo acompasado, una sinfonía de voces masculinas y risas discretas que se entremezclaban con el tintineo de las copas al chocar. Se hablaba de inversiones, de adquisiciones estratégicas y de oportunidades que solo se discutían en lugares como este, lejos del escrutinio público.

      —El mercado de valores está en una fase inestable —comentó monsieur De la Borbolla, un financiero panameño que solía visitar la maison cada vez  que pasaba  por México—, pero en la inestabilidad siempre hay una oportunidad.
     —Exactamente —respondió Leonardo Lascurain, girando levemente su copa de Armagnac—. En tiempos de crisis, el verdadero poder se define por quién tiene la visión para anticiparse.
     —Y la paciencia —añadió Alim Rabal con una sonrisa ladeada, sin apartar la vista de Bianca.
Los hombres asintieron, y la conversación continuó entre análisis de mercados emergentes y confidencias susurradas sobre alianzas estratégicas. Algunas de las muchachas escuchaban con discreta atención, interviniendo con comentarios ingeniosos cuando era oportuno, reafirmando el papel que madame Leblanc les había enseñado a desempeñar con maestría.

En otro rincón, Celeste reía suavemente mientras monsieur Alejandro de la Garza le hablaba con aire encantador. Su cabello rojizo capturaba la luz del candelabro, convirtiéndola en un espejismo seductor. Con cada palabra, ella lograba que el empresario se sintiera el centro del universo, la calidez de su voz envolviéndolo en una sensación de confort y fascinación. Isabella, desde el otro extremo del salón, intercambiaba miradas cómplices con Antonio Elías. Entre ellos había un juego sutil, una danza de ojos que apenas se rozaban y se encendían con una chispa prohibida. Isabella sonreía con la dulzura letal que la caracterizaba, mientras deslizaba los dedos sobre la copa de champán que sostenía. Antonio inclinaba la cabeza con un gesto contenido, sosteniéndole la mirada con una seguridad calculada. Madame Leblanc captó el intercambio con una ceja levemente arqueada; nada escapaba a su atención. Mientras tanto, en el exclusivo Salon Rose, Sofía entraba con un andar seguro y sensual, como si  el  mundo  se  plegara  bajo sus tacones sin resistencia. Su vestido rojo de seda acariciaba su figura con cada paso, reflejando destellos de luz que parecían seguir el ritmo de su movimiento. Su cabeza erguida, su mirada velada bajo largas pestañas, y la leve inclinación de su cadera al caminar componían un espectáculo que no necesitaba esfuerzo; era el reflejo natural de una mujer que sabía exactamente el efecto que causaba.

El ambiente del salón estaba teñido de una calidez embriagadora. Tonos suaves de rosa empolvado y marfil se mezclaban con el dorado tenue de las lámparas de mesa, proyectando sombras sutiles sobre los muebles de madera tallada. La delicada fragancia de jazmín flotaba en el aire, envolviendo el espacio con una promesa de intimidad y secreto. En el centro, un hombre de alrededor de cincuenta años aguardaba con la rigidez propia de quienes no están acostumbrados a sentirse fuera de control. Era un diplomático de porte distinguido, su traje oscuro cortado a la perfección, sus gemelos de oro destellando con la tenue luz del salón. Su cabello entrecano, meticulosamente peinado hacia atrás, contrastaba con la leve tensión que apretaba sus labios. Sostenía su copa de brandy como si se aferrara al cristal con más fuerza de la necesaria. 

Cuando vio a Sofía, su espalda se enderezó un poco más, como si instintivamente buscara recuperar la compostura. Sofía sonrió con un aire indescifrable, dejando que el peso de su presencia lo envolviera. Caminó hacia él con la lentitud de quien disfruta de la anticipación, permitiéndole observarla, absorber cada detalle, perderse un instante en el vaivén sutil de su falda. La luz cálida delineaba su silueta con un resplandor suave, haciendo que cada uno de sus movimientos pareciera una coreografía ensayada a la perfección. Él tragó saliva antes de hablar, su voz apenas era un murmullo en el refinado ambiente del salón.
     —Buenas noches, Sofía —saludó con nerviosismo.
Ella se detuvo frente a él, ladeando la cabeza con un destello de diversión en la mirada.
     —Buenas noches, monsieur Romanovski, qué gusto conocerlo.
El diplomático ruso ajustó el nudo de su corbata en un gesto automático, luego esbozó una sonrisa insegura.
     —No suelo frecuentar lugares como este —confesó, con una ligera carraspera en la voz.
Sofía inclinó apenas la cabeza, su sonrisa se tornó más cálida, reconociendo su incomodidad. 
     —Eso lo hace aún más interesante, monsieur. A veces, lo desconocido puede ser un placer inesperado.
Andrey Romanovski exhaló despacio, como si las palabras de Sofía hubieran destensado un poco su postura.
     —Supongo que entonces me dejaré guiar.
     —Una excelente decisión—respondió Sofía.
La noche en la maison continuaba, y en cada rincón, los hilos invisibles del arte de la seducción se tejían con destreza bajo la mirada atenta de madame Leblanc que supo que todo marchaba sobre ruedas y que era el momento de retirarse.

Pilar Portocarrero

"Soñar es solo el principio"

 

 

miércoles, 5 de febrero de 2025

Capítulo 2: La luz de la maison (Cap. completo)

 


Madame Leblanc observaba con su característica elegancia a las siete chicas alineadas frente a ella. Ninguna podía adivinar sus pensamientos. Su rostro no expresaba emoción mientras caminaba despacio mirándolas por el rabillo del ojo.

Era imposible que ellas no se sintieran nerviosas frente a su escrutinio, es por eso que pasaban saliva o respiraban agitadas ante la agudeza de sus ojos fríos.

Isabella bajó la mirada escondiendo sus ojos verdes, siempre tenía esa reacción cuando cada noche, madame Leblanc hacía su acostumbrada evaluación. Todo debía estar como a ella le gustaba: el maquillaje discreto con colores neutros. El vestido en armonía con el cuerpo, y el peinado al natural cayendo sensualmente sobre los hombros.

Era una noche fría de enero. Afuera, la brisa suave movía con gracia los rosales que eran la adoración de madame Leblanc. Cada mañana, cuando el rocío aún descansaba sobre los pétalos y el aire estaba impregnado de un aroma fresco a tierra húmeda, madame Leblanc salía  al  jardín  con una bata de satén en tonos marfil, ajustada con un delicado cinturón de seda, recorría los senderos empedrados con la elegancia de quien entiende que cada detalle cuenta. Con manos cuidadosas, enguantadas en fino encaje negro, rozaba los pétalos de las rosas Black Baccara, asegurándose de que la brisa nocturna no los hubiera marchitado. Su mirada experta, curtida por los años y los secretos que escondía, sabía distinguir la más mínima imperfección en sus rosales. Con una tijera de podar dorada, cortaba con precisión los tallos secos, murmurando en francés palabras de cariño, como si cada flor fuera un amante a quien le susurraba secretos de alcoba.

Madame Leblanc no confiaba esta tarea a nadie más. Para ella, sus rosales no eran solo plantas, eran testigos silenciosos de noches de pasiones contenidas y confesiones susurradas bajo la luna. Por las tardes, cuando el sol bañaba la mansión en tonos dorados, se la podía ver rociando cuidadosamente cada rosa con una fina bruma de agua perfumada, una mezcla especial que había traído de París y que, según decía, mantenía las flores tan frescas como una promesa.

—Bien, mes petites —dijo con su marcado acento francés, mientras  paseaba  lentamente  frente  a  las  muchachas—. Hoy, como siempre, tenemos invitados especiales, y  espero que estén listas para demostrar por qué esta casa es la más codiciada de la ciudad.

Las palabras de madame Leblanc parecieron flotar en el aire, impregnando cada rincón de la estancia con una mezcla de anticipación y elegancia. La maison, envuelta en una opulencia atemporal, destilaba el refinamiento de otra época, donde cada detalle había sido cuidadosamente seleccionado para evocar el esplendor del viejo mundo. Los muebles de estilo Luis XV, con sus líneas curvas y tallados exquisitos, destacaban bajo la luz tenue proyectando sombras alargadas que parecían moverse al compás de la respiración de las chicas.

Las muchachas, alineadas bajo la imponente araña de cristal que colgaba majestuosa sobre ellas, lucían como piezas perfectamente colocadas dentro de aquel escenario de ensueño, listas para desempeñar su papel con la gracia y el refinamiento que madame Leblanc exigía.

Ustedes son el alma de la maison. Sin ustedes no habría brillo. Por eso debo recordarles el papel tan importante  que  tienen  frente  a  nuestros  invitados —dijo madame Leblanc, mientras esbozaba una delicada sonrisa.

Cada una de ellas era una pieza cuidadosamente elegida para encajar en su mundo, y madame Leblanc sacaba provecho de eso. No se trataba solo de belleza, sino de presencia; de una mezcla exquisita de carisma, sofisticación y un toque de peligro latente que gustaba a sus invitados. Dedicaba mucho tiempo a seleccionar a las mujeres perfectas, y gracias a su experiencia sabía lo que los hombres deseaban.

—Isabella, querida, asegúrate de que monsieur Elías lo pase bien esta noche. Sabes que adora tu acento y tu encanto exótico.

Isabella era una morena de cabello sedoso y  sonrisa tan dulce como letal. Había llegado desde Colombia con sueños de grandeza. Quería ser modelo y desfilar en las grandes pasarelas de la Ciudad de México, pero cada oportunidad que se le presentaba tenía un costo que fue apagando sus ilusiones. Madame Leblanc le dio la gran oportunidad de brillar, y se había ganado su lugar a base de una sofisticación natural y un talento innato para la conversación. Admiraba a madame Leblanc desde que había llegado a la maison, no hacía  más  que  memorizar  sus movimientos queriendo  imitarla, algo imposible de lograr, porque madame Leblanc era inimitable, y todas lo sabían.

Isabella asintió con una leve sonrisa, tenía la postura impecable y sus manos entrelazadas con elegancia sobre la tela de su vestido verde olivo. Llevaba en el anular un anillo de esmeralda que Antonio Elías le había regalado la semana pasada.

¿Qué hago? —le preguntó a madame Leblanc, luego de que el señor Elías dejara la maison —¿Le devuelvo el anillo?

—Debes usarlo cada vez que estés con él —le dijo con voz pausada—. Monsieur Elías ha tenido un gran detalle contigo, chérie. Pero que este gesto no te confunda, Isabella. Aquí no hay amor. Monsieur Elías solo te agradece por los momentos que le entregas.

Si, madame —respondió, consciente de su papel dentro de la vida de unos de los empresarios más importantes de la Ciudad de México.

Nada de comunicación fuera de la maison, y ella cumplía todas las reglas para evitar problemas con madame Leblanc. Aunque no le había contado que Antonio Elías le había entregado una tarjeta con el número de su celular que ella había guardo bajo siete llaves. 

—¡Llámame! —le dijo Antonio, murmurándole al oído—. Me harías muy feliz.

Isabella había estado tentada más de una vez a marcar su número, pero el miedo a ser descubierta evitó que cometiera ese desliz. ¿Madame Leblanc la sacaría de la maison? Y ella estaba muy a gusto con la vida que ahora tenía.

Madame Leblanc miró a Valentina, una rubia de origen ruso, de piernas interminables y una mirada que podía congelar a cualquiera. Con un porte altivo y una voz melosa, se había convertido en la preferida de los políticos más influyentes. Su vida no había sido un lecho de rosas. La pobreza no entendía de belleza, de nada le sirvió tener un rostro de ángel si pasaba frío en el invierno y comía una vez al día. Por eso no lo pensó demasiado cuando un americano llegó a Moscú y se enamoró de ella. Dejó a su familia y se aventuró hacia un mundo en donde la hamburguesa era el platillo de todos los días.

—Valentina, chérie, no pudiste haber elegido mejor color para esta noche. Tu vestido negro te hace más sofisticada, y a monsieur Lascurain le gustan las mujeres de tu tipo. Recuerda que el misterio es tu mayor arma.

Valentina respondió con una leve inclinación de cabeza, mientras sus labios esbozaban una sonrisa calculada. Estaba satisfecha por el comentario de madame Leblanc. Era consciente de su belleza, pero había aprendido que en la vida se necesitaba más que eso para triunfar, y madame Leblanc era la mejor profesora que podía tener.

Celeste levantó la barbilla esperando que madame Leblanc se dirigiera a ella. Era la más joven del grupo, con apenas veintidós años, pero con  una  gracia  innata  para conquistar

corazones de todas las edades. Los invitados de madame Leblanc caían rendidos ante ella. Su cabello rojizo era una tentación que todos querían acariciar, y ella aprovechaba su encanto para hacerles sentir únicos en el mundo.

—Celeste, ma chérie, tu dulzura es tu mayor virtud, y tú lo sabes.  Haz que monsieur De la Garza se sienta en casa, como siempre.

—No lo dude, madame —respondió satisfecha.

De origen irlandés, hablaba perfectamente el español. Siempre amable con todas, dispuesta a ayudar a quien lo necesitara, pero jamás respondía preguntas sobre su pasado.  Cómo había llegado a México y en qué circunstancias conoció a madame Leblanc, era un secreto que ambas guardaban celosamente.  Celeste  siempre  sonreía  con dulzura, y con los  invitados de madame Leblanc era educada y dispuesta a complacer sus fantasías. Una digna alumna de su maestra. Junto a ella estaba Sofía, una española de carácter fuerte y un temperamento que pocos podían domar. Su belleza clásica y su  astucia  le  habían  ganado  un  lugar  en  la maison. Sofía llevaba un vestido rojo de seda que se ceñía a su figura como una segunda piel. La tela brillante acariciaba cada curva, reflejando la luz en un juego sensual de sombras y resplandores. El escote corazón era sutil y provocador, resaltaba sus clavículas con un aire de sofisticación, dándole un aire de femme fatale que evocaba la pasión y el misterio de su tierra natal.

Sofía, te he reservado para alguien especial para esta noche. Sé que no me decepcionarás. Es la primera vez que viene a la maison, y quiere mucha discreción. Nadie debe saber que está aquí, por eso lo recibirás en el Salon Rose. Ma chérie, sigue el protocolo de siempre, pero en esta oportunidad ve muy lento. Quiero que nuestro invitado se sienta tranquilo, que sea él quien dé el primer paso. Compris?

—Sí, madame. Seré la fantasía que está buscando— dijo con un acento seductor.  Su voz era un susurro embriagador, perfectamente calculado para encender la imaginación, un arte que dominaba a la perfección.

Las muchachas de madame Leblanc no solo eran hermosas, eran capaces de ofrecer justo lo que un hombre necesitaba antes incluso de que él mismo lo supiera. Sofía, con su elegancia natural y su aire de misterio español, no era la excepción. Con cada palabra, cada gesto medido, demostraba que no solo era una gran belleza, sino un refinado equilibrio entre el deseo y exclusividad.

El aire dentro de la maison estaba cargado de una mezcla embriagadora de perfumes exclusivos, y la sutil esencia de las velas aromáticas que parpadeaban sobre los candelabros de plata. Cada rincón del salón parecía diseñado para seducir los sentidos. Sobre una mesa de mármol, una botella de coñac añejo descansada sobre una bandeja de plata, junto a copas de cristal tallado, mientras un jarrón con rosas Black Baccara añadía un toque de sensualidad natural al entorno.

Las muchachas adoptaban una postura serena, como si cada una representara una obra de arte expuesta para la admiración. Cada una tenía su propio aire, su propio misterio, pero todas compartían el mismo entrenamiento: el arte de la seducción sutil, del gesto preciso y de la sonrisa calculada que prometía sin revelar demasiado.

Madame Leblanc, de pie junto a la chimenea, dominaba la escena con su sola presencia. Su postura era impecable, su expresión, una mezcla de control y satisfacción. Observaba a sus muchachas con la mirada afilada de quien sabe que el éxito se encuentra en los detalles más pequeños. Con un leve movimiento de su índice, indicaba su aprobación o su discreta corrección. No necesitaba levantar la voz; su presencia bastaba para mantener el orden y la perfección en la maison.

—Emilia… —dijo, madame Leblanc, mirando a la joven de piel canela que estaba a unos metros de ella—. Esta noche tendrás el placer de atender nuevamente a monsieur De la Borbolla.

Madame —susurró Emilia—, monsieur De la Borbolla es un hombre muy reservado, me cuesta mucho establecer una conversación con él.

Monsieur De la Borbolla no es reservado, cher.  Es un hombre que mide sus palabras.

Entonces, ¿debo ser paciente? —preguntó Emilia, inclinando la cabeza en un gesto reflexivo. 

La paciencia, Emilia, es la virtud más seductora de todas y Emilia lo entendía bien. Sabía cuándo hablar, cuándo guardar silencio y, sobre todo, cuándo desaparecer dejando tras de sí un rastro de misterio que mantenía a los hombres intrigados mucho después de su partida.

No lo abrumes con una conversación —agregó madame Leblanc, y su mirada se agudizó cuando agregó —: Mantente siempre interesante. A los hombres como él les gusta descubrir lentamente, así que dale pequeñas pistas, un comentario al azar, una sonrisa en el momento adecuado.

Emilia dejó escapar una risa suave, casi un suspiro antes de decir:

Un juego de sutileza... eso me gusta.

Madame Leblanc expresó su satisfacción con una sonrisa.

Y recuerda, cher, monsieur De la Borbolla no busca compañía superficial, busca autenticidad disfrazada de encanto. Hazle creer que te ha encontrado a ti, en lugar de que sea al revés.

Será un placer, madame.

Emilia era la joya discreta de las muchachas de madame Leblanc. De movimientos calculados y una voz tan suave como el terciopelo, su  presencia   irradiaba una  calma  que  desarmaba sin necesidad de palabras grandilocuentes. Su cabello castaño oscuro caía en ondas suaves sobre sus hombros, enmarcando un rostro de rasgos delicados, donde unos ojos almendrados siempre parecían observar más de lo que dejaban ver. Vestía con la elegancia de quien no necesita ostentar. Su vestido, en un tono marfil, caía con gracia a lo largo de su cuerpo, acariciando su figura con sutileza y refinamiento. Madame Leblanc estaba segura de que Emilia sabría exactamente cómo convertir la velada en una experiencia inolvidable para el reservado monsieur De la Borbolla.

En el aire flotaba una suave melodía de jazz que provenía del gramófono ubicado en la esquina del salón. Las notas de la canción envolvían la estancia con su música elegante, mientras el leve crujido del vinilo añadía un matiz nostálgico, como si cada acorde llevara consigo ecos de historias pasadas. La música parecía un elemento vivo, respirando entre los rincones de la maison. Se escuchaba el sonido agudo de la trompeta que dibujaba en el aire una sinfonía de anhelos, mientras el contrabajo marcaba un ritmo pausado, casi hipnótico que  se  entrelazaba  con  los  acordes  del piano. Y ahí, en medio de esa calidez del salón, se encontraba Bianca, una italiana que había llegado a la Ciudad de México con su novio, pensando en recorrer la capital con una mochila al hombro, pero la aventura no salió como lo esperaba. Su novio tenía vínculos con amigos que pertenecían a un cártel de la droga, y sin saber cómo de pronto se vio envuelta en un mundo que la llevó a prisión. Pero de aquella muchacha asustadiza ya no quedaba nada. Madame Leblanc  la había transformado en una mujer elegante.  No era la más exuberante ni la más llamativa a primera vista, pero tenía algo que la hacía inolvidable: una belleza serena, casi hipnótica, que envolvía a quien la miraba en una sensación de calma y deseo a la vez. Su piel, de un tono marfil suave, parecía resplandecer bajo la luz dorada de los candelabros. Su cabello, de un castaño oscuro con reflejos dorados, enmarcaba un rostro de facciones delicadas, pero firmes, con labios carnosos y una mirada de un azul profundo que parecía hurgar en los secretos de los demás. Madame Leblanc siempre decía que Bianca era un misterio envuelto en terciopelo. No era altiva, pero tampoco se entregaba fácilmente. Su atractivo residía en  la  quietud  de  sus  gestos, en  la  manera  en cómo inclinaba la cabeza al escuchar, en la sonrisa apenas insinuada que dejaba a los hombres preguntándose qué era lo que ella sabía y ellos no.

Esa noche Bianca vestía de forma impecable, llevaba un vestido de satén azul, de corte perfecto que se ajustaba con precisión a su silueta, dejando al descubierto la curva de su cuello de donde colgaba una fina cadena de oro con una perla  engarzada a un brillante. Sus manos, de dedos largos y elegantes, se movían con la gracia de quien no tiene prisa, como si cada gesto suyo fuera un pequeño espectáculo para quien supiera apreciarlo. Pero lo que realmente definía a Bianca era su voz: suave, melódica, con una cadencia envolvente que hacía que cada palabra pareciera un secreto compartido. No necesitaba elevar el tono para ser escuchada; los hombres se inclinaban hacia ella por instinto, atrapados en la dulzura de su timbre y en la promesa velada de su sonrisa. Era una mujer que no buscaba la atención; la atención la buscaba a ella.

—Bianca, ma belle, esta noche monsieur Rabal ha pedido verte —anunció madame Leblanc, con su tono suave, pero firme. 

Bianca sonrió con una expresión enigmática. Alim Rabal era el heredero de Jalil Rabal Benarroch, considerado uno de los hombres más ricos de México, dueño de centros comerciales y mansiones alrededor del mundo. Asiduo visitante de la maison, y un hombre empecinado en disfrutar los placeres de la carne.

—Le haré sentir que el mundo es suyo, pero sin que lo note —respondió con voz aterciopelada, mientras jugaba con un mechón de su cabello.

Bien dicho, ma bellerespondió madame Leblanc con ese tono pausado que convertía cada palabra en una lección implícita—. Pero recuerda, un hombre como Alim Rabal no busca sentir que el mundo es suyo. Él ya cree que el mundo le pertenece.

Bianca inclinó levemente la cabeza, interesada.

Entonces, ¿qué desea?

Quiero que lo mires como si él fuera más que su imperio, más que sus negocios. Que por un instante olvide que todo lo que toca tiene un precio.

Bianca jugueteó con el brazalete de oro que llevaba en su muñeca, asimilando las palabras.

¿Y cómo se logra eso? 

Madame Leblanc sonrió con esa expresión suya, la que reservaba para quienes realmente comprendían el arte que se practicaba dentro de la maison.

No ofreciéndole admiración, sino curiosidad. Míralo como si quisieras descubrir algo en él que nadie más ha visto. Los hombres como monsieur Rabal han comprado respeto, poder, incluso deseo… pero nunca duda. Dale un atisbo de ella, un momento en el que se pregunte qué estás viendo en él. Y cuando lo haga, ma chérie, será tuyo… sin siquiera darse cuenta.

Bianca sostuvo su mirada por un instante antes de dejar escapar una leve risa.

Madame, a veces creo que no diriges una casa, sino que estás en medio de un partido de ajedrez en donde cada una de nosotras es una pieza perfectamente colocada.

No lo creas, chérie. Tenlo por seguro.

Más allá de las ventanas, el aire helado de enero jugueteaba con los rosales de madame Leblanc. Sus pétalos parecían absorber la luz de la noche, dándoles una apariencia fantasmal, mientras la humedad de la noche empezaba a cubrir delicadamente el césped y los mármoles de la fuente central. La mansión, cálida y resplandeciente en su interior, parecía un universo aparte, ajeno  a  la  frialdad  de  la  noche. La  luz  de  los  candelabros  dibujaban reflejos sobre el terciopelo de las cortinas y los muebles de madera tallada. Y es en medio de aquella escena perfectamente orquestada, que Juliette esperaba el momento de ser abordada por madame Leblanc. Ella también era francesa y traía consigo un aire de romanticismo nostálgico que atraía. Era un enigma disfrazada de dulzura. Su secreto no era la seducción directa, sino la promesa de algo que quizá nunca terminaría de dar, creando noches memorables llenas de encanto y nostalgia. Su cabello rubio, recogido en un moño suelto con mechones estratégicamente desordenados, resaltaba la perfección de su cuello y la sutileza de su escote. Vestía un satén color champagne que se fundía con la blancura de su piel, realzando su aire de criatura efímera, como si en cualquier momento pudiera desvanecerse con el reflejo de las velas. Madame Leblanc siempre decía que Juliette no necesitaba hablar mucho; su mirada era suficiente para envolver a cualquiera en un juego que parecía inocente, pero que rara vez lo era.

Juliette, mon ange —dijo madame Leblanc, acercándose a ella—, monsieur Belmont ha preguntado por ti.

Juliette inclinó apenas la cabeza, con la expresión de quien ya esperaba la noticia. 

Monsieur Belmont siempre pregunta por mí, madame.

Madame Leblanc alzó una ceja con diversión.

Eso no significa que debas hacerlo sentir seguro.

Juliette dejó escapar una risa ligera ante el comentario de madame Leblanc.

No lo haré, madame. A los hombres como él hay que dejarlos siempre al borde de la certeza… sin dejar que la crucen.

Exactamente, cher. Los deseos satisfechos se olvidan rápido, en cambio, los que quedan en el aire, se convierten en obsesiónagregó madame Leblanc con una sonrisa de satisfacción.

Entonces, esta noche le daré solo lo suficiente para que siga regresando—respondió Juliette, consciente del juego que debía poner en marcha dentro de la habitación.

Recuerden, mes belles, la maison no es solo un lugar de entretenimiento, es un refugio en donde los hombres olvidan sus problemas. Y nosotras somos el susurro que los aleja de la realidad, la brisa que los envuelve en una ilusión. No vendemos compañía, vendemos un instante en el que todo lo demás deja de existir. 

Las muchachas se dispersaron con la gracia de quienes conocen bien su papel. Cada una tomó su posición, esperando a sus respectivos invitados con la naturalidad de quien ha convertido el arte de la seducción en una danza perfectamente ensayada. Los reflejos dorados de la chimenea titilaban sobre el mármol pulido, y en algún rincón, el eco de una conversación a media voz se mezclaba con las suaves notas del jazz que flotaban desde el gramófono. En medio de todo, impasible y soberana, estaba madame Leblanc. El mayordomo se acercó con discreción, sosteniendo una copa de coñac en una bandeja de plata. Sin decir una palabra, se la ofreció con una leve inclinación de cabeza. Madame la tomó con la delicadeza de quien está acostumbrada a ser servida, pero con la seguridad de quien siempre tiene el control. Dio un sorbo pausado, dejando que el licor acariciara su paladar antes de esbozar una sonrisa apenas perceptible. Desde su lugar junto a la chimenea, observó a sus muchachas desvanecerse entre los salones, envueltas en sus vestidos de seda y sus promesas silenciosas.

 Eran hermosas.

Eran elegantes.

Eran codiciadas.

Pero la luz de la maison no eran ellas; era madame Leblanc.

Pilar Portocarrero

"Soñar es solo el principio"

 

 

domingo, 26 de enero de 2025

Capítulo 2: El alma de La Maison (1ra parte)

 

Madame Leblanc observaba con su característica elegancia a las siete chicas alineadas frente a ella. Ninguna podía adivinar sus pensamientos. Su rostro no expresaba emoción mientras caminaba despacio mirándolas por el rabillo del ojo.

Era imposible que ellas no se sintieran nerviosas frente a su escrutinio, es por eso que pasaban saliva o respiraban agitadas ante la agudeza de sus ojos fríos.

Isabella bajó la mirada escondiendo sus ojos verdes, siempre tenía esa reacción cuando cada noche, Madame Leblanc hacía su acostumbrada evaluación. Todo debía estar como a ella le gustaba: el maquillaje discreto en colores neutros. El vestido en armonía con el cuerpo, y el peinado al natural cayendo sensualmente sobre los hombros.

Era una noche fría de enero. Afuera, la brisa suave movía con gracia los rosales que eran la adoración de Madame Leblanc. Cada mañana, cuando el rocío aún descansaba sobre los pétalos y el aire estaba impregnado de un aroma fresco a tierra húmeda, Madame Leblanc salía  al  jardín  con una bata de satén en tonos marfil, ajustada con un delicado cinturón de seda, recorría los senderos empedrados con la elegancia de quien entiende que cada detalle cuenta. Con manos cuidadosas, enguantadas en fino encaje negro, rozaba los pétalos de las rosas Black Baccara, asegurándose de que la brisa nocturna no los hubiera marchitado. Su mirada experta, curtida por los años y los secretos que escondía, sabía distinguir la más mínima imperfección en sus rosales. Con una tijera de podar dorada, cortaba con precisión los tallos secos, murmurando en francés palabras de cariño, como si cada flor fuera un amante a quien le susurraba secretos de alcoba.

Madame Leblanc no confiaba esta tarea a nadie más. Para ella, sus rosales no eran solo plantas, eran testigos silenciosos de noches de pasiones contenidas y confesiones susurradas bajo la luna. Por las tardes, cuando el sol bañaba la mansión en tonos dorados, se la podía ver rociando cuidadosamente cada rosa con una fina bruma de agua perfumada; una mezcla especial que había traído de París y que, según decía, mantenía las flores tan frescas como una promesa.

—Bien, mes petites —dijo con su marcado acento francés, mientras  paseaba  lentamente  frente  a  las  muchachas—. Hoy, como siempre, tenemos invitados especiales, y  espero que estén listas para demostrar por qué esta casa es la más codiciada de la ciudad.

Las palabras de Madame Leblanc parecieron flotar en el aire, impregnando cada rincón de la estancia con una mezcla de anticipación y elegancia. La Maison, envuelta en una opulencia atemporal, destilaba el refinamiento de otra época, donde cada detalle había sido cuidadosamente seleccionado para evocar el esplendor del viejo mundo. Los muebles de estilo Luis XV, con sus líneas curvas y tallados exquisitos, destacaban bajo la luz tenue proyectando sombras alargadas que parecían moverse al compás de la respiración de las chicas.

Las muchachas, alineadas bajo la imponente araña de cristal que colgaba majestuosa sobre ellas, lucían como piezas perfectamente colocadas dentro de aquel escenario de ensueño, listas para desempeñar su papel con la gracia y el refinamiento que Madame Leblanc exigía.

Ustedes son el alma de La Masion. Sin ustedes no habría brillo. Por eso debo recordarles el papel tan importante  que  tienen  frente  a  nuestros  invitados —dijo Madame Leblanc, mientras esbozaba una delicada sonrisa.

Cada una de ellas era una pieza cuidadosamente elegida para encajar en su mundo, y Madame Leblanc sacaba provecho de eso. No se trataba solo de belleza, sino de presencia; de una mezcla exquisita de carisma, sofisticación y un toque de peligro latente que gustaba a sus invitados. Dedicaba mucho tiempo a seleccionar a las mujeres perfectas, y gracias a su experiencia sabía lo que los hombres deseaban.

—Isabella, chérie, asegúrate de que el señor Elías lo pase bien esta noche. Sabes que adora tu acento y tu encanto exótico.

Isabella era una morena de cabello sedoso y  sonrisa tan dulce como letal. Había llegado desde Colombia con sueños de grandeza. Quería ser modelo y desfilar en las grandes pasarelas de la Ciudad de México, pero cada oportunidad que se le presentaba tuvo un costo que fue apagando sus ilusiones. Madame Leblanc le dio la gran oportunidad de brillar, y se había ganado su lugar a base de una sofisticación natural y un talento innato para la conversación. Admiraba a Madame Leblanc desde que había llegado a la mansión, no hacía  más  que  memorizar  sus movimientos queriendo  imitarla. Algo imposible de lograr, porque Madame Leblanc era inimitable, y todas lo sabían.

Isabella asintió con una leve sonrisa, tenía la postura impecable y sus manos entrelazadas con elegancia sobre la tela de su vestido verde olivo. Llevaba en el anular un anillo de esmeralda que Antonio Elías le había regalado la semana pasada.

¿Qué hago? —le preguntó a Madame Leblanc, luego de que el señor Elías dejara La Maison —¿Le devuelvo el anillo?

—Debes usarlo cada vez que estés con él —le dijo con voz pausada—. Monsieur Elías ha tenido un gran detalle contigo, chérie. Pero que este gesto no te confunda, Isabella. Aquí no hay amor. Monsieur Elías solo te agradece por los momentos que le entregas.

Si, Madame —respondió, consciente de su papel dentro de la vida de unos de los empresarios más importantes de la Ciudad de México.

Nada de comunicación fuera de La Masion, y ella cumplía todas las reglas para evitar problemas con Madame Leblanc. Aunque no le había contado que Antonio Elías le había entregado una tarjeta con el número de su celular que ella había guardo bajo siete llaves. 

—¡Llámame! —le dijo Antonio, murmurándole al oído—. Me harías muy feliz.

Isabella había estado tentada más de una vez a marcar su número, pero el miedo a ser descubierta evitó que cometiera ese desliz.

Madame Leblanc miró a Valentina, una rubia de origen ruso, de piernas interminables y una mirada que podía congelar a cualquiera. Con un porte altivo y una voz melosa, se había convertido en la preferida de los políticos más influyentes. Su vida no había sido un lecho de rosas. La pobreza no entendía de belleza, de nada le sirvió tener un rostro de ángel si pasaba frío en el invierno y comía una vez al día. Por eso no lo pensó demasiado cuando un americano llegó a Moscú y se enamoró de ella. Dejó a su familia y se aventuró hacia un mundo en donde la hamburguesa era el platillo de todos los días.

—Valentina, chérie, no pudiste haber elegido mejor color para esta noche. Tu vestido negro te hace más sofisticada, y a Monsieur Lascurain le gustan las mujeres de tu tipo. Recuerda que el misterio es tu mayor arma.

Valentina respondió con una leve inclinación de cabeza, mientras sus labios esbozaban una sonrisa calculada. Estaba satisfecha por el comentario de Madame Leblanc. Era consciente de su belleza, pero había aprendido que en la vida se necesitaba más que eso para triunfar, y Madame Leblanc era la mejor profesora que podía tener.

Celeste levantó la barbilla esperando que Madame Leblanc se dirigiera a ella. Era la más joven del grupo, con apenas veintidós años, pero con  una  gracia  innata  para conquistar corazones de todas las edades. Los invitados de Madame Leblanc caían rendidos ante ella. Su cabello rojizo era una tentación que todos querían acariciar, y ella aprovechaba su encanto para hacerles sentir únicos en el mundo.

—Celeste, ma chérie, tu dulzura es tu mayor virtud, y tú lo sabes.  Haz que Monsieur De la Garza se sienta en casa, como siempre.

—No lo dude, Madame —respondió satisfecha.

De origen irlandés, hablaba perfectamente el español. Siempre amable con todas, dispuesta a ayudar a quien lo necesitara, pero jamás respondía preguntas sobre su pasado.  Cómo había llegado a México y en qué circunstancias conoció a Madame Leblanc, era un secreto que ambas guardaban celosamente. Celeste  siempre  sonreía  con dulzura, y con los  invitados de Madame Leblanc era educada y dispuesta a complacer sus fantasías. Una digna alumna de su maestra.

Junto a ella estaba Sofía, una española de carácter fuerte y un temperamento que pocos podían domar. Su belleza clásica y su  astucia  le  habían  ganado  un  lugar  en  La Maison. Sofía llevaba un vestido rojo de seda que se ceñía a su figura como una segunda piel. La tela brillante acariciaba cada curva, reflejando la luz en un juego sensual de sombras y resplandores. El escote corazón era sutil y provocador, resaltaba sus clavículas con un aire de sofisticación, dándole un aire de femme fatale que evocaba la pasión y el misterio de su tierra natal.

Sofía, te he reservado para alguien especial esta noche. Sé que no me decepcionarás. Es la primera vez que viene a La Maison, y quiere mucha discreción. Nadie debe saber que está aquí, por eso lo recibirás en el Salon Rose. Ma chérie, sigue el protocolo de siempre, pero en esta oportunidad ve muy lento. Quiero que nuestro invitado se sienta tranquilo, que sea él quien dé el primer paso. Compris?

—Sí, Madame. Seré la fantasía que está buscando— dijo con un acento seductor.  Su voz era un susurro embriagador, perfectamente calculado para encender la imaginación, un arte que dominaba a la perfección.

Las muchachas de Madame Leblanc no solo eran hermosas, eran maestras en el juego de la seducción, capaces de ofrecer justo lo que un hombre necesitaba antes incluso de que él mismo lo supiera. Sofía, con su elegancia natural y su aire de misterio español, no era la excepción. Con cada palabra y cada gesto medido, demostraba que no solo era una gran belleza, sino un refinado equilibrio entre el deseo y exclusividad.

Pilar Portocarrero

"Soñar es solo el principio"

martes, 14 de enero de 2025

Capítulo 1: La Maison

 


La casa de columnas imponentes ubicada en la esquina de una de las calles más exclusivas de la Ciudad de México, parecía respirar secretos. Su fachada de piedra antigua, vestida de jazmines trepadores, era tan misteriosa como su dueña. Nadie sabía mucho de Madame Leblanc, salvo que había llegado una década atrás con un acento francés marcado y un aire que combinaba elegancia y autoridad que causaba admiración. Los rumores en el vecindario eran inevitables. Algunos decían que había sido una bailarina famosa en París, otros murmuraban que estaba huyendo de algo o alguien. Pero nadie tenía pruebas, y Madame Leblanc nunca respondía preguntas personales.

Las mujeres que la veían pasar no podían evitar quedarse mudas ante su presencia. A sus sesenta años, Madame Leblanc era el tipo de mujer que hacía girar las miradas. Su cabello, recogido en un moño impecable, tenía destellos plateados que parecían reflejar la luz como si fueran joyas. Sus ojos, de un azul profundo, observaban todo con una mezcla de cálculo y melancolía, como si fueran testigos de un pasado lleno de secretos que ella quería llevarse a la tumba. Su rostro, de pómulos altos y piel ligeramente marcada por los años, mantenía una belleza serena y cautivadora que realzaba con su vestuario exquisito de sastres perfectamente entallados, confeccionados en telas de lana y seda, que acentuaban su figura esbelta. Las blusas de encajes o con detalles bordados eran siempre discretas, pero elegantes, y los colores que elegía oscilaban entre tonos neutros como beige, gris y negro, con ocasionales toques de rojo borgoña o azul marino que resaltaban su tez blanca. En su cuello, un colgante de oro blanco con un pequeño diamante pendía con sobriedad, y en sus manos, los guantes de cuero fino completaban su imagen impecable cuando era invierno. 

Tenía un porte que realzaba su figura esbelta, con curvas elegantes que llevaban consigo una feminidad atemporal. Sus movimientos eran medidos, como si cada paso y gesto estuvieran coreografiados para transmitir su inquebrantable autoridad.

Los hombres, por su parte, no quedaban indiferentes ante Madame Leblanc. Su presencia despertaba algo primitivo en ellos, una mezcla de respeto y atracción que los desarmaba. Incluso, los más poderosos e influyentes, sentían su aplomo tambalearse bajo su mirada directa. Había algo en su sonrisa, sutil y perfectamente medida, que hacía que se sintieran vulnerables, como si ella supiera todo de ellos con solo mirarlos. Su voz, con un acento extranjero que suavizaba cada palabra, agregaba una capa más de fascinación. Madame Leblanc no necesitaba alzar la voz ni hacer alardes; su mera presencia llenaba el espacio y dejaba a los demás en silencio.

Cuando Madame Leblanc compró aquella propiedad, causó mucha curiosidad entre los vecinos, ya que era muy sabido la suma exorbitante que se pedía por el inmueble.

—¿De dónde tendrá tanto dinero? —se preguntaban, aumentando el interés por la nueva propietaria.

La casa, que había pertenecido a un político importante, llevaba años desocupada, como si su historia pesada la hubiera condenado al olvido. Pero Madame no solo le devolvió vida al lugar, sino que realizó una remodelación que pronto se convirtió en el centro de las conversaciones de la gente adinerada que vivía en Las Lomas de Chapultepec. Les intrigaba el sótano que mandó construir; una obra discreta, pero de gran envergadura, que ahora funcionaba como un garaje privado donde entraban y salían autos elegantes que muchas veces eran conducidos por choferes uniformados.

Dicen que ese sótano tiene un acceso directo a la casa principal —murmuraba una vecina en una reunión de café con sus amigas. —, y que lo mandó construir porque no quería que nadie viera quién entra ni quién sale de ese lugar.

Lo cierto era que las noches en aquella calle tenían un nuevo encanto que los vecinos no podían ignorar: el eco de motores de lujo que desaparecían tras las gruesas puertas del sótano, para volver a verlos luego de tres a cuatro horas.

—¿Y si es una casa de citas? —preguntó Liz en tono audaz—, de esas que salen en las películas.

Ella estaba fascinada con el misterio y los chismes que le traía su amiga, que la llevó varias veces a dar vuelta por la casa para ver si por casualidad se topaba con Madame Leblanc.

—Lo mismo le dije a mi marido, pero Juanca dice que es imposible, que ahí debe funcionar algún club privado.

—Claro, un club privado en donde seguro están atendidos por muchachitas dispuestas a complacerlos —agregó Liz en tono sarcástico.

La casa, conocida simplemente como "La Maison", era un refugio de lujo y discreción. En el interior, las habitaciones eran ambientes  tan exquisitos como su dueña. Las antigüedades europeas llenaban los espacios dándole un aire de sofisticación que la hacía única. En el vestíbulo, un reloj de pie traído desde Francia dominaba una esquina, con intrincados grabados dorados en su madera oscura. Su presencia no solo aportaba un aire de elegancia, sino que marcaba cada hora con un sonido profundo y solemne que parecía resonar en toda la casa. Candelabros de cristal tallados colgaban del techo, reflejando la luz en incontables direcciones, mientras alfombras orientales cubrían los pisos, suavizando los pasos de quienes se aventuraban por la casa. Al mismo tiempo, los detalles mexicanos aportaban calidez y autenticidad. Coloridos azulejos de Talavera adornaban las paredes de la cocina y el patio, mientras jarrones de barro pintados a mano y bordados tradicionales contrastaban con el lujo europeo.

Madame Leblanc cruzó el vestíbulo con la gracia de quien domina su entorno. Observó a las jóvenes que trabajaban para ella con una mezcla de afecto y control. Era exigente, pero justa. Para ellas, Madame Leblanc no era solo una jefa; era un enigma, una figura materna y, a veces, su única salvación.

Esa noche, un cliente especial estaba por llegar. Y Madame, como siempre, estaba preparada.


Pilar Portocarrero

"Soñar solo es el principio"