"Soñar es solo el principio"
Madame
Leblanc observaba con su
característica elegancia a las siete chicas alineadas frente a ella. Ninguna
podía adivinar sus pensamientos. Su rostro no expresaba emoción mientras
caminaba despacio mirándolas por el rabillo del ojo.
Era
imposible que ellas no se sintieran nerviosas frente a su escrutinio, es por
eso que pasaban saliva o respiraban agitadas ante la agudeza de sus ojos fríos.
Isabella
bajó la mirada escondiendo sus ojos verdes, siempre tenía esa reacción cuando
cada noche, madame Leblanc hacía su acostumbrada evaluación. Todo debía
estar como a ella le gustaba: el maquillaje discreto con colores neutros. El
vestido en armonía con el cuerpo, y el peinado al natural cayendo sensualmente
sobre los hombros.
Era una noche fría de enero. Afuera, la brisa suave movía con gracia los rosales que eran la adoración de madame Leblanc. Cada mañana, cuando el rocío aún descansaba sobre los pétalos y el aire estaba impregnado de un aroma fresco a tierra húmeda, madame Leblanc salía al jardín con una bata de satén en tonos marfil, ajustada con un delicado cinturón de seda, recorría los senderos empedrados con la elegancia de quien entiende que cada detalle cuenta. Con manos cuidadosas, enguantadas en fino encaje negro, rozaba los pétalos de las rosas Black Baccara, asegurándose de que la brisa nocturna no los hubiera marchitado. Su mirada experta, curtida por los años y los secretos que escondía, sabía distinguir la más mínima imperfección en sus rosales. Con una tijera de podar dorada, cortaba con precisión los tallos secos, murmurando en francés palabras de cariño, como si cada flor fuera un amante a quien le susurraba secretos de alcoba.
Madame
Leblanc no confiaba esta
tarea a nadie más. Para ella, sus rosales no eran solo plantas, eran testigos
silenciosos de noches de pasiones contenidas y confesiones susurradas bajo la
luna. Por las tardes, cuando el sol bañaba la mansión en tonos dorados, se la
podía ver rociando cuidadosamente cada rosa con una fina bruma de agua
perfumada, una mezcla especial que había traído de París y que, según decía,
mantenía las flores tan frescas como una promesa.
—Bien, mes petites —dijo con su marcado acento francés, mientras paseaba lentamente frente a las muchachas—. Hoy, como siempre, tenemos invitados especiales, y espero que estén listas para demostrar por qué esta casa es la más codiciada de la ciudad.
Las
palabras de madame Leblanc parecieron flotar en el aire, impregnando
cada rincón de la estancia con una mezcla de anticipación y elegancia. La
maison, envuelta en una opulencia atemporal,
destilaba el refinamiento de otra época, donde cada detalle había sido
cuidadosamente seleccionado para evocar el esplendor del viejo mundo. Los
muebles de estilo Luis XV, con sus líneas curvas y tallados exquisitos,
destacaban bajo la luz tenue proyectando sombras alargadas que parecían moverse
al compás de la respiración de las chicas.
Las
muchachas, alineadas bajo la imponente araña de cristal que colgaba majestuosa
sobre ellas, lucían como piezas perfectamente colocadas dentro de aquel
escenario de ensueño, listas para desempeñar su papel con la gracia y el
refinamiento que madame Leblanc exigía.
—Ustedes son el alma de la maison. Sin ustedes no habría brillo. Por eso debo recordarles el papel tan importante que tienen frente a nuestros invitados —dijo madame Leblanc, mientras esbozaba una delicada sonrisa.
Cada
una de ellas era una pieza cuidadosamente elegida para encajar en su mundo, y madame
Leblanc sacaba provecho de eso. No se trataba solo de belleza, sino de
presencia; de una mezcla exquisita de carisma, sofisticación y un toque de
peligro latente que gustaba a sus invitados. Dedicaba mucho tiempo a
seleccionar a las mujeres perfectas, y gracias a su experiencia sabía lo que
los hombres deseaban.
—Isabella, querida, asegúrate de que monsieur
Elías lo pase bien esta noche. Sabes que adora tu acento y tu encanto exótico.
Isabella era una morena de cabello sedoso y sonrisa tan dulce como letal. Había llegado desde Colombia con sueños de grandeza. Quería ser modelo y desfilar en las grandes pasarelas de la Ciudad de México, pero cada oportunidad que se le presentaba tenía un costo que fue apagando sus ilusiones. Madame Leblanc le dio la gran oportunidad de brillar, y se había ganado su lugar a base de una sofisticación natural y un talento innato para la conversación. Admiraba a madame Leblanc desde que había llegado a la maison, no hacía más que memorizar sus movimientos queriendo imitarla, algo imposible de lograr, porque madame Leblanc era inimitable, y todas lo sabían.
Isabella
asintió con una leve sonrisa, tenía la postura impecable y sus manos
entrelazadas con elegancia sobre la tela de su vestido verde olivo. Llevaba en
el anular un anillo de esmeralda que Antonio Elías le había regalado la semana
pasada.
—¿Qué hago? —le preguntó a madame Leblanc,
luego de que el señor Elías dejara la maison —¿Le devuelvo el anillo?
—Debes usarlo cada vez que estés con él —le
dijo con voz pausada—. Monsieur Elías ha tenido un gran detalle contigo,
chérie. Pero que este gesto no te confunda, Isabella. Aquí no hay amor. Monsieur
Elías solo te agradece por los momentos que le entregas.
—Si, madame —respondió, consciente de
su papel dentro de la vida de unos de los empresarios más importantes de la
Ciudad de México.
Nada de comunicación fuera de la maison, y ella cumplía todas las reglas para evitar problemas con madame Leblanc. Aunque no le había contado que Antonio Elías le había entregado una tarjeta con el número de su celular que ella había guardo bajo siete llaves.
—¡Llámame! —le dijo Antonio, murmurándole
al oído—. Me harías muy feliz.
Isabella había estado tentada más de una
vez a marcar su número, pero el miedo a ser descubierta evitó que cometiera ese
desliz. ¿Madame Leblanc la sacaría de la maison? Y ella estaba
muy a gusto con la vida que ahora tenía.
Madame
Leblanc miró a Valentina,
una rubia de origen ruso, de piernas interminables y una mirada que podía congelar
a cualquiera. Con un porte altivo y una voz melosa, se había convertido en la
preferida de los políticos más influyentes. Su vida no había sido un lecho de
rosas. La pobreza no entendía de belleza, de nada le sirvió tener un rostro de
ángel si pasaba frío en el invierno y comía una vez al día. Por eso no lo pensó
demasiado cuando un americano llegó a Moscú y se enamoró de ella. Dejó a su
familia y se aventuró hacia un mundo en donde la hamburguesa era el platillo de
todos los días.
—Valentina, chérie, no pudiste haber
elegido mejor color para esta noche. Tu vestido negro te hace más sofisticada,
y a monsieur Lascurain le gustan las mujeres de tu tipo. Recuerda que el
misterio es tu mayor arma.
Valentina respondió con una leve inclinación de cabeza, mientras sus labios esbozaban una sonrisa calculada. Estaba satisfecha por el comentario de madame Leblanc. Era consciente de su belleza, pero había aprendido que en la vida se necesitaba más que eso para triunfar, y madame Leblanc era la mejor profesora que podía tener.
Celeste
levantó la barbilla esperando que madame Leblanc se dirigiera a ella. Era
la más joven del grupo, con apenas veintidós años, pero con una gracia innata para conquistar
corazones
de todas las edades. Los invitados de madame Leblanc caían rendidos ante
ella. Su cabello rojizo era una tentación que todos querían acariciar, y ella
aprovechaba su encanto para hacerles sentir únicos en el mundo.
—Celeste, ma chérie, tu dulzura es
tu mayor virtud, y tú lo sabes. Haz que monsieur
De la Garza se sienta en casa, como siempre.
—No lo dude, madame —respondió satisfecha.
De origen irlandés, hablaba perfectamente el español. Siempre amable con todas, dispuesta a ayudar a quien lo necesitara, pero jamás respondía preguntas sobre su pasado. Cómo había llegado a México y en qué circunstancias conoció a madame Leblanc, era un secreto que ambas guardaban celosamente. Celeste siempre sonreía con dulzura, y con los invitados de madame Leblanc era educada y dispuesta a complacer sus fantasías. Una digna alumna de su maestra. Junto a ella estaba Sofía, una española de carácter fuerte y un temperamento que pocos podían domar. Su belleza clásica y su astucia le habían ganado un lugar en la maison. Sofía llevaba un vestido rojo de seda que se ceñía a su figura como una segunda piel. La tela brillante acariciaba cada curva, reflejando la luz en un juego sensual de sombras y resplandores. El escote corazón era sutil y provocador, resaltaba sus clavículas con un aire de sofisticación, dándole un aire de femme fatale que evocaba la pasión y el misterio de su tierra natal.
—Sofía, te he reservado para alguien
especial para esta noche. Sé que no me decepcionarás. Es la primera vez que
viene a la maison, y quiere mucha discreción. Nadie debe saber que está
aquí, por eso lo recibirás en el Salon Rose. Ma chérie, sigue el
protocolo de siempre, pero en esta oportunidad ve muy lento. Quiero que nuestro
invitado se sienta tranquilo, que sea él quien dé el primer paso. Compris?
—Sí, madame. Seré la fantasía que está buscando— dijo con un acento seductor. Su voz era un susurro embriagador, perfectamente calculado para encender la imaginación, un arte que dominaba a la perfección.
Las
muchachas de madame Leblanc no solo eran hermosas, eran capaces de
ofrecer justo lo que un hombre necesitaba antes incluso de que él mismo lo
supiera. Sofía, con su elegancia natural y su aire de misterio español, no era
la excepción. Con cada palabra, cada gesto medido, demostraba que no solo era
una gran belleza, sino un refinado equilibrio entre el deseo y exclusividad.
El
aire dentro de la maison estaba cargado de una mezcla embriagadora
de perfumes exclusivos, y la sutil esencia de las velas aromáticas que
parpadeaban sobre los candelabros de plata. Cada rincón del salón parecía
diseñado para seducir los sentidos. Sobre una mesa de mármol, una botella de coñac
añejo descansada sobre una bandeja de plata, junto a copas de cristal tallado,
mientras un jarrón con rosas Black
Baccara añadía un toque
de sensualidad natural al entorno.
Las muchachas adoptaban una postura serena, como si cada una representara una obra de arte expuesta para la admiración. Cada una tenía su propio aire, su propio misterio, pero todas compartían el mismo entrenamiento: el arte de la seducción sutil, del gesto preciso y de la sonrisa calculada que prometía sin revelar demasiado.
Madame
Leblanc, de pie junto a la
chimenea, dominaba la escena con su sola presencia. Su postura era impecable,
su expresión, una mezcla de control y satisfacción. Observaba a sus muchachas
con la mirada afilada de quien sabe que el éxito se encuentra en los detalles más
pequeños. Con un leve movimiento de su índice, indicaba su aprobación o su
discreta corrección. No necesitaba levantar la voz; su presencia bastaba para
mantener el orden y la perfección en la
maison.
—Emilia… —dijo, madame Leblanc,
mirando a la joven de piel canela que estaba a unos metros de ella—. Esta noche
tendrás el placer de atender nuevamente a monsieur De la Borbolla.
—Madame —susurró Emilia—, monsieur De la
Borbolla es un hombre muy reservado, me cuesta mucho establecer una
conversación con él.
—Monsieur De la Borbolla no es reservado, cher. Es un hombre que mide sus palabras.
— Entonces, ¿debo ser paciente? —preguntó Emilia, inclinando la cabeza en un gesto reflexivo.
—La paciencia, Emilia, es
la virtud más seductora de todas — y Emilia
lo entendía bien. Sabía cuándo hablar, cuándo guardar silencio y, sobre todo,
cuándo desaparecer dejando tras de sí un rastro de misterio que mantenía a los
hombres intrigados mucho después de su partida.
—No lo abrumes con una conversación —agregó madame Leblanc, y su mirada
se agudizó cuando agregó —: Mantente siempre
interesante. A los hombres como él les gusta descubrir lentamente, así que dale
pequeñas pistas, un comentario al azar, una sonrisa en el momento adecuado.
Emilia dejó escapar una risa suave, casi un
suspiro antes de decir:
— Un
juego de sutileza... eso me gusta.
Madame
Leblanc expresó su
satisfacción con una sonrisa.
—Y
recuerda, cher, monsieur De la Borbolla no busca compañía superficial, busca
autenticidad disfrazada de encanto. Hazle creer que te ha encontrado a ti, en
lugar de que sea al revés.
— Será
un placer, madame.
Emilia era la joya discreta de las muchachas de madame Leblanc. De movimientos calculados y una voz tan suave como el terciopelo, su presencia irradiaba una calma que desarmaba sin necesidad de palabras grandilocuentes. Su cabello castaño oscuro caía en ondas suaves sobre sus hombros, enmarcando un rostro de rasgos delicados, donde unos ojos almendrados siempre parecían observar más de lo que dejaban ver. Vestía con la elegancia de quien no necesita ostentar. Su vestido, en un tono marfil, caía con gracia a lo largo de su cuerpo, acariciando su figura con sutileza y refinamiento. Madame Leblanc estaba segura de que Emilia sabría exactamente cómo convertir la velada en una experiencia inolvidable para el reservado monsieur De la Borbolla.
En el aire flotaba una suave melodía de jazz que provenía del gramófono ubicado en la esquina del salón. Las notas de la canción envolvían la estancia con su música elegante, mientras el leve crujido del vinilo añadía un matiz nostálgico, como si cada acorde llevara consigo ecos de historias pasadas. La música parecía un elemento vivo, respirando entre los rincones de la maison. Se escuchaba el sonido agudo de la trompeta que dibujaba en el aire una sinfonía de anhelos, mientras el contrabajo marcaba un ritmo pausado, casi hipnótico que se entrelazaba con los acordes del piano. Y ahí, en medio de esa calidez del salón, se encontraba Bianca, una italiana que había llegado a la Ciudad de México con su novio, pensando en recorrer la capital con una mochila al hombro, pero la aventura no salió como lo esperaba. Su novio tenía vínculos con amigos que pertenecían a un cártel de la droga, y sin saber cómo de pronto se vio envuelta en un mundo que la llevó a prisión. Pero de aquella muchacha asustadiza ya no quedaba nada. Madame Leblanc la había transformado en una mujer elegante. No era la más exuberante ni la más llamativa a primera vista, pero tenía algo que la hacía inolvidable: una belleza serena, casi hipnótica, que envolvía a quien la miraba en una sensación de calma y deseo a la vez. Su piel, de un tono marfil suave, parecía resplandecer bajo la luz dorada de los candelabros. Su cabello, de un castaño oscuro con reflejos dorados, enmarcaba un rostro de facciones delicadas, pero firmes, con labios carnosos y una mirada de un azul profundo que parecía hurgar en los secretos de los demás. Madame Leblanc siempre decía que Bianca era un misterio envuelto en terciopelo. No era altiva, pero tampoco se entregaba fácilmente. Su atractivo residía en la quietud de sus gestos, en la manera en cómo inclinaba la cabeza al escuchar, en la sonrisa apenas insinuada que dejaba a los hombres preguntándose qué era lo que ella sabía y ellos no.
Esa
noche Bianca vestía de forma impecable, llevaba un vestido de satén azul, de
corte perfecto que se ajustaba con precisión a su silueta, dejando al
descubierto la curva de su cuello de donde colgaba una fina cadena de oro con
una perla engarzada a un brillante. Sus
manos, de dedos largos y elegantes, se movían con la gracia de quien no tiene
prisa, como si cada gesto suyo fuera un pequeño espectáculo para quien supiera
apreciarlo. Pero lo que realmente definía a Bianca era su voz: suave, melódica,
con una cadencia envolvente que hacía que cada palabra pareciera un secreto
compartido. No necesitaba elevar el tono para ser escuchada; los hombres se
inclinaban hacia ella por instinto, atrapados en la dulzura de su timbre y en
la promesa velada de su sonrisa. Era una mujer que no buscaba la atención; la
atención la buscaba a ella.
—Bianca, ma belle, esta noche monsieur Rabal ha pedido verte —anunció madame Leblanc, con su tono suave, pero firme.
Bianca
sonrió con una expresión enigmática. Alim Rabal era el heredero de Jalil Rabal Benarroch,
considerado uno de los hombres más ricos de México, dueño de centros
comerciales y mansiones alrededor del mundo. Asiduo visitante de la maison,
y un hombre empecinado en disfrutar los placeres de la carne.
—Le haré sentir que el mundo es suyo, pero
sin que lo note —respondió con voz aterciopelada, mientras jugaba con un mechón
de su cabello.
—Bien dicho, ma belle —respondió
madame Leblanc con ese tono pausado que convertía cada palabra en una
lección implícita—. Pero
recuerda, un hombre como Alim Rabal no busca sentir que el mundo es suyo. Él ya
cree que el mundo le pertenece.
Bianca
inclinó levemente la cabeza, interesada.
—Entonces, ¿qué desea?
—Quiero que lo mires como si él fuera más que su imperio, más que
sus negocios. Que por un instante olvide que todo lo que toca tiene un precio.
Bianca
jugueteó con el brazalete de oro que llevaba en su muñeca, asimilando las
palabras.
—¿Y cómo se logra eso?
Madame
Leblanc sonrió con esa
expresión suya, la que reservaba para quienes realmente comprendían el arte que
se practicaba dentro de la
maison.
—No ofreciéndole admiración, sino curiosidad. Míralo como si
quisieras descubrir algo en él que nadie más ha visto. Los hombres como monsieur
Rabal han comprado respeto, poder, incluso deseo… pero nunca duda. Dale un
atisbo de ella, un momento en el que se pregunte qué estás viendo en él. Y
cuando lo haga, ma chérie, será tuyo… sin siquiera darse cuenta.
Bianca
sostuvo su mirada por un instante antes de dejar escapar una leve risa.
—Madame, a veces creo que no diriges una casa, sino que estás en medio de un partido de
ajedrez en donde cada una de nosotras es una pieza perfectamente colocada.
—No lo creas, chérie. Tenlo por seguro.
Más allá de las ventanas, el aire helado de enero jugueteaba con los rosales de madame Leblanc. Sus pétalos parecían absorber la luz de la noche, dándoles una apariencia fantasmal, mientras la humedad de la noche empezaba a cubrir delicadamente el césped y los mármoles de la fuente central. La mansión, cálida y resplandeciente en su interior, parecía un universo aparte, ajeno a la frialdad de la noche. La luz de los candelabros dibujaban reflejos sobre el terciopelo de las cortinas y los muebles de madera tallada. Y es en medio de aquella escena perfectamente orquestada, que Juliette esperaba el momento de ser abordada por madame Leblanc. Ella también era francesa y traía consigo un aire de romanticismo nostálgico que atraía. Era un enigma disfrazada de dulzura. Su secreto no era la seducción directa, sino la promesa de algo que quizá nunca terminaría de dar, creando noches memorables llenas de encanto y nostalgia. Su cabello rubio, recogido en un moño suelto con mechones estratégicamente desordenados, resaltaba la perfección de su cuello y la sutileza de su escote. Vestía un satén color champagne que se fundía con la blancura de su piel, realzando su aire de criatura efímera, como si en cualquier momento pudiera desvanecerse con el reflejo de las velas. Madame Leblanc siempre decía que Juliette no necesitaba hablar mucho; su mirada era suficiente para envolver a cualquiera en un juego que parecía inocente, pero que rara vez lo era.
—Juliette, mon ange —dijo madame Leblanc, acercándose a ella—, monsieur Belmont ha preguntado por ti.
Juliette inclinó apenas la cabeza, con la expresión de quien ya esperaba la noticia.
—Monsieur Belmont siempre pregunta por
mí, madame.
Madame Leblanc alzó una ceja con diversión.
—Eso no significa que debas hacerlo
sentir seguro.
Juliette dejó
escapar una risa ligera ante el comentario de madame Leblanc.
—No lo haré, madame. A los hombres como
él hay que dejarlos siempre al borde de la certeza… sin dejar que la crucen.
—Exactamente, cher. Los deseos
satisfechos se olvidan rápido, en cambio, los que quedan en el aire, se
convierten en obsesión—agregó madame Leblanc con una sonrisa de satisfacción.
—Entonces, esta noche le daré solo lo
suficiente para que siga regresando—respondió
Juliette, consciente del juego que debía poner en marcha dentro de la
habitación.
—Recuerden, mes
belles, la maison no es solo un lugar de entretenimiento, es un
refugio en donde los hombres olvidan sus problemas. Y nosotras somos el susurro
que los aleja de la realidad, la brisa que los envuelve en una ilusión. No
vendemos compañía, vendemos un instante en el que todo lo demás deja de
existir.
Las
muchachas se dispersaron con la gracia de quienes conocen bien su papel. Cada
una tomó su posición, esperando a sus respectivos invitados con la naturalidad
de quien ha convertido el arte de la seducción en una danza perfectamente
ensayada. Los reflejos dorados de la chimenea titilaban sobre el mármol pulido,
y en algún rincón, el eco de una conversación a media voz se mezclaba con las
suaves notas del jazz que flotaban desde el gramófono. En medio de todo,
impasible y soberana, estaba madame Leblanc. El mayordomo se acercó con discreción, sosteniendo una copa de
coñac en una bandeja de plata. Sin decir una palabra, se la ofreció con una
leve inclinación de cabeza. Madame la tomó con la delicadeza de quien está
acostumbrada a ser servida, pero con la seguridad de quien siempre tiene el
control. Dio un sorbo pausado, dejando que el licor acariciara su paladar antes
de esbozar una sonrisa apenas perceptible. Desde su lugar junto a la chimenea,
observó a sus muchachas desvanecerse entre los salones, envueltas en sus
vestidos de seda y sus promesas silenciosas.
Eran hermosas.
Eran
elegantes.
Eran
codiciadas.
Pero
la
luz de la maison no eran ellas; era madame Leblanc.
Pilar Portocarrero
"Soñar es solo el principio"
Madame
Leblanc observaba con su
característica elegancia a las siete chicas alineadas frente a ella. Ninguna
podía adivinar sus pensamientos. Su rostro no expresaba emoción mientras
caminaba despacio mirándolas por el rabillo del ojo.
Era
imposible que ellas no se sintieran nerviosas frente a su escrutinio, es por
eso que pasaban saliva o respiraban agitadas ante la agudeza de sus ojos fríos.
Isabella
bajó la mirada escondiendo sus ojos verdes, siempre tenía esa reacción cuando
cada noche, Madame Leblanc hacía su acostumbrada evaluación. Todo debía
estar como a ella le gustaba: el maquillaje discreto en colores neutros. El
vestido en armonía con el cuerpo, y el peinado al natural cayendo sensualmente
sobre los hombros.
Era una noche fría de enero. Afuera, la brisa suave movía con gracia los rosales que eran la adoración de Madame Leblanc. Cada mañana, cuando el rocío aún descansaba sobre los pétalos y el aire estaba impregnado de un aroma fresco a tierra húmeda, Madame Leblanc salía al jardín con una bata de satén en tonos marfil, ajustada con un delicado cinturón de seda, recorría los senderos empedrados con la elegancia de quien entiende que cada detalle cuenta. Con manos cuidadosas, enguantadas en fino encaje negro, rozaba los pétalos de las rosas Black Baccara, asegurándose de que la brisa nocturna no los hubiera marchitado. Su mirada experta, curtida por los años y los secretos que escondía, sabía distinguir la más mínima imperfección en sus rosales. Con una tijera de podar dorada, cortaba con precisión los tallos secos, murmurando en francés palabras de cariño, como si cada flor fuera un amante a quien le susurraba secretos de alcoba.
Madame
Leblanc no confiaba esta
tarea a nadie más. Para ella, sus rosales no eran solo plantas, eran testigos
silenciosos de noches de pasiones contenidas y confesiones susurradas bajo la
luna. Por las tardes, cuando el sol bañaba la mansión en tonos dorados, se la
podía ver rociando cuidadosamente cada rosa con una fina bruma de agua
perfumada; una mezcla especial que había traído de París y que, según decía,
mantenía las flores tan frescas como una promesa.
—Bien, mes petites —dijo con su marcado acento francés, mientras paseaba lentamente frente a las muchachas—. Hoy, como siempre, tenemos invitados especiales, y espero que estén listas para demostrar por qué esta casa es la más codiciada de la ciudad.
Las
palabras de Madame Leblanc parecieron flotar en el aire, impregnando
cada rincón de la estancia con una mezcla de anticipación y elegancia. La
Maison, envuelta en una opulencia atemporal,
destilaba el refinamiento de otra época, donde cada detalle había sido
cuidadosamente seleccionado para evocar el esplendor del viejo mundo. Los
muebles de estilo Luis XV, con sus líneas curvas y tallados exquisitos,
destacaban bajo la luz tenue proyectando sombras alargadas que parecían moverse
al compás de la respiración de las chicas.
Las
muchachas, alineadas bajo la imponente araña de cristal que colgaba majestuosa
sobre ellas, lucían como piezas perfectamente colocadas dentro de aquel
escenario de ensueño, listas para desempeñar su papel con la gracia y el
refinamiento que Madame Leblanc exigía.
—Ustedes son el alma de La Masion. Sin ustedes no habría brillo. Por eso debo recordarles el papel tan importante que tienen frente a nuestros invitados —dijo Madame Leblanc, mientras esbozaba una delicada sonrisa.
Cada
una de ellas era una pieza cuidadosamente elegida para encajar en su mundo, y Madame
Leblanc sacaba provecho de eso. No se trataba solo de belleza, sino de
presencia; de una mezcla exquisita de carisma, sofisticación y un toque de
peligro latente que gustaba a sus invitados. Dedicaba mucho tiempo a
seleccionar a las mujeres perfectas, y gracias a su experiencia sabía lo que
los hombres deseaban.
—Isabella, chérie, asegúrate de que el
señor Elías lo pase bien esta noche. Sabes que adora tu acento y tu encanto
exótico.
Isabella era una morena de cabello sedoso y sonrisa tan dulce como letal. Había llegado desde Colombia con sueños de grandeza. Quería ser modelo y desfilar en las grandes pasarelas de la Ciudad de México, pero cada oportunidad que se le presentaba tuvo un costo que fue apagando sus ilusiones. Madame Leblanc le dio la gran oportunidad de brillar, y se había ganado su lugar a base de una sofisticación natural y un talento innato para la conversación. Admiraba a Madame Leblanc desde que había llegado a la mansión, no hacía más que memorizar sus movimientos queriendo imitarla. Algo imposible de lograr, porque Madame Leblanc era inimitable, y todas lo sabían.
Isabella
asintió con una leve sonrisa, tenía la postura impecable y sus manos
entrelazadas con elegancia sobre la tela de su vestido verde olivo. Llevaba en
el anular un anillo de esmeralda que Antonio Elías le había regalado la semana
pasada.
—¿Qué hago? —le preguntó a Madame Leblanc,
luego de que el señor Elías dejara La Maison —¿Le devuelvo el anillo?
—Debes usarlo cada vez que estés con él —le
dijo con voz pausada—. Monsieur Elías ha tenido un gran detalle contigo,
chérie. Pero que este gesto no te confunda, Isabella. Aquí no hay amor. Monsieur
Elías solo te agradece por los momentos que le entregas.
—Si, Madame —respondió, consciente de
su papel dentro de la vida de unos de los empresarios más importantes de la
Ciudad de México.
Nada de comunicación fuera de La Masion, y ella cumplía todas las reglas para evitar problemas con Madame Leblanc. Aunque no le había contado que Antonio Elías le había entregado una tarjeta con el número de su celular que ella había guardo bajo siete llaves.
—¡Llámame! —le dijo Antonio, murmurándole
al oído—. Me harías muy feliz.
Isabella había estado tentada más de una
vez a marcar su número, pero el miedo a ser descubierta evitó que cometiera ese
desliz.
Madame
Leblanc miró a Valentina,
una rubia de origen ruso, de piernas interminables y una mirada que podía congelar
a cualquiera. Con un porte altivo y una voz melosa, se había convertido en la
preferida de los políticos más influyentes. Su vida no había sido un lecho de
rosas. La pobreza no entendía de belleza, de nada le sirvió tener un rostro de
ángel si pasaba frío en el invierno y comía una vez al día. Por eso no lo pensó
demasiado cuando un americano llegó a Moscú y se enamoró de ella. Dejó a su
familia y se aventuró hacia un mundo en donde la hamburguesa era el platillo de
todos los días.
—Valentina, chérie, no pudiste haber
elegido mejor color para esta noche. Tu vestido negro te hace más sofisticada,
y a Monsieur Lascurain le gustan las mujeres de tu tipo. Recuerda que el
misterio es tu mayor arma.
Valentina respondió con una leve inclinación de cabeza, mientras sus labios esbozaban una sonrisa calculada. Estaba satisfecha por el comentario de Madame Leblanc. Era consciente de su belleza, pero había aprendido que en la vida se necesitaba más que eso para triunfar, y Madame Leblanc era la mejor profesora que podía tener.
Celeste levantó la barbilla esperando que Madame Leblanc se dirigiera a ella. Era la más joven del grupo, con apenas veintidós años, pero con una gracia innata para conquistar corazones de todas las edades. Los invitados de Madame Leblanc caían rendidos ante ella. Su cabello rojizo era una tentación que todos querían acariciar, y ella aprovechaba su encanto para hacerles sentir únicos en el mundo.
—Celeste, ma chérie, tu dulzura es
tu mayor virtud, y tú lo sabes. Haz que Monsieur
De la Garza se sienta en casa, como siempre.
—No lo dude, Madame —respondió
satisfecha.
De origen irlandés, hablaba perfectamente el español. Siempre amable con todas, dispuesta a ayudar a quien lo necesitara, pero jamás respondía preguntas sobre su pasado. Cómo había llegado a México y en qué circunstancias conoció a Madame Leblanc, era un secreto que ambas guardaban celosamente. Celeste siempre sonreía con dulzura, y con los invitados de Madame Leblanc era educada y dispuesta a complacer sus fantasías. Una digna alumna de su maestra.
Junto
a ella estaba Sofía, una española de carácter fuerte y un temperamento que
pocos podían domar. Su belleza clásica y su astucia le habían ganado un lugar en
La Maison. Sofía llevaba un
vestido rojo de seda que se ceñía a su figura como una segunda piel. La tela
brillante acariciaba cada curva, reflejando la luz en un juego sensual de sombras
y resplandores. El escote corazón era sutil y provocador, resaltaba sus
clavículas con un aire de sofisticación, dándole un aire de femme fatale
que evocaba la pasión y el misterio de su tierra natal.
—Sofía, te he reservado para alguien especial
esta noche. Sé que no me decepcionarás. Es la primera vez que viene a La
Maison, y quiere mucha discreción. Nadie debe saber que está aquí, por eso
lo recibirás en el Salon Rose. Ma chérie, sigue el protocolo de siempre,
pero en esta oportunidad ve muy lento. Quiero que nuestro invitado se sienta
tranquilo, que sea él quien dé el primer paso. Compris?
—Sí, Madame. Seré la fantasía que está buscando— dijo con un acento seductor. Su voz era un susurro embriagador, perfectamente calculado para encender la imaginación, un arte que dominaba a la perfección.
Las muchachas de Madame Leblanc no solo eran hermosas, eran maestras en el juego de la seducción, capaces de ofrecer justo lo que un hombre necesitaba antes incluso de que él mismo lo supiera. Sofía, con su elegancia natural y su aire de misterio español, no era la excepción. Con cada palabra y cada gesto medido, demostraba que no solo era una gran belleza, sino un refinado equilibrio entre el deseo y exclusividad.
Pilar Portocarrero
"Soñar es solo el principio"
La casa de columnas imponentes ubicada en
la esquina de una de las calles más exclusivas de la Ciudad de México, parecía
respirar secretos. Su fachada de piedra antigua, vestida de jazmines
trepadores, era tan misteriosa como su dueña. Nadie sabía mucho de Madame
Leblanc, salvo que había llegado una década atrás con un acento francés marcado
y un aire que combinaba elegancia y autoridad que causaba admiración. Los
rumores en el vecindario eran inevitables. Algunos decían que había sido una
bailarina famosa en París, otros murmuraban que estaba huyendo de algo o
alguien. Pero nadie tenía pruebas, y Madame Leblanc nunca respondía preguntas
personales.
Las mujeres que la veían pasar no podían evitar quedarse mudas ante su presencia. A sus sesenta años, Madame Leblanc era el tipo de mujer que hacía girar las miradas. Su cabello, recogido en un moño impecable, tenía destellos plateados que parecían reflejar la luz como si fueran joyas. Sus ojos, de un azul profundo, observaban todo con una mezcla de cálculo y melancolía, como si fueran testigos de un pasado lleno de secretos que ella quería llevarse a la tumba. Su rostro, de pómulos altos y piel ligeramente marcada por los años, mantenía una belleza serena y cautivadora que realzaba con su vestuario exquisito de sastres perfectamente entallados, confeccionados en telas de lana y seda, que acentuaban su figura esbelta. Las blusas de encajes o con detalles bordados eran siempre discretas, pero elegantes, y los colores que elegía oscilaban entre tonos neutros como beige, gris y negro, con ocasionales toques de rojo borgoña o azul marino que resaltaban su tez blanca. En su cuello, un colgante de oro blanco con un pequeño diamante pendía con sobriedad, y en sus manos, los guantes de cuero fino completaban su imagen impecable cuando era invierno.
Tenía un porte que
realzaba su figura esbelta, con curvas elegantes que llevaban consigo una
feminidad atemporal. Sus movimientos eran medidos, como si cada paso y gesto
estuvieran coreografiados para transmitir su inquebrantable autoridad.
Los hombres, por su parte, no quedaban
indiferentes ante Madame Leblanc. Su presencia despertaba algo primitivo en
ellos, una mezcla de respeto y atracción que los desarmaba. Incluso, los más
poderosos e influyentes, sentían su aplomo tambalearse bajo su mirada directa.
Había algo en su sonrisa, sutil y perfectamente medida, que hacía que se
sintieran vulnerables, como si ella supiera todo de ellos con solo mirarlos. Su
voz, con un acento extranjero que suavizaba cada palabra, agregaba una capa más
de fascinación. Madame Leblanc no necesitaba alzar la voz ni hacer alardes; su mera
presencia llenaba el espacio y dejaba a los demás en silencio.
Cuando Madame Leblanc compró aquella
propiedad, causó mucha curiosidad entre los vecinos, ya que era muy sabido la
suma exorbitante que se pedía por el inmueble.
—¿De dónde tendrá tanto dinero? —se
preguntaban, aumentando el interés por la nueva propietaria.
La casa, que había pertenecido a un
político importante, llevaba años desocupada, como si su historia pesada la
hubiera condenado al olvido. Pero Madame no solo le devolvió vida al lugar,
sino que realizó una remodelación que pronto se convirtió en el centro de las
conversaciones de la gente adinerada que vivía en Las Lomas de Chapultepec. Les
intrigaba el sótano que mandó construir; una obra discreta, pero de gran
envergadura, que ahora funcionaba como un garaje privado donde entraban y
salían autos elegantes que muchas veces eran conducidos por choferes
uniformados.
—Dicen que ese sótano tiene un acceso
directo a la casa principal —murmuraba una vecina en una reunión de café con
sus amigas. —, y que lo mandó construir porque no quería que nadie viera quién
entra ni quién sale de ese lugar.
Lo cierto era que las noches en aquella
calle tenían un nuevo encanto que los vecinos no podían ignorar: el eco de
motores de lujo que desaparecían tras las gruesas puertas del sótano, para
volver a verlos luego de tres a cuatro horas.
—¿Y si es una casa de citas? —preguntó Liz
en tono audaz—, de esas que salen en las películas.
Ella estaba fascinada con el misterio y los
chismes que le traía su amiga, que la llevó varias veces a dar vuelta por la
casa para ver si por casualidad se topaba con Madame Leblanc.
—Lo mismo le dije a mi marido, pero Juanca
dice que es imposible, que ahí debe funcionar algún club privado.
—Claro, un club privado en donde seguro
están atendidos por muchachitas dispuestas a complacerlos —agregó Liz en tono
sarcástico.
La casa, conocida simplemente como "La
Maison", era un refugio de lujo y discreción. En el interior, las
habitaciones eran ambientes tan
exquisitos como su dueña. Las antigüedades europeas llenaban los espacios
dándole un aire de sofisticación que la hacía única. En el vestíbulo, un reloj
de pie traído desde Francia dominaba una esquina, con intrincados grabados
dorados en su madera oscura. Su presencia no solo aportaba un aire de elegancia,
sino que marcaba cada hora con un sonido profundo y solemne que parecía resonar
en toda la casa. Candelabros de cristal tallados colgaban del techo, reflejando
la luz en incontables direcciones, mientras alfombras orientales cubrían los
pisos, suavizando los pasos de quienes se aventuraban por la casa. Al mismo
tiempo, los detalles mexicanos aportaban calidez y autenticidad. Coloridos
azulejos de Talavera adornaban las paredes de la cocina y el patio, mientras
jarrones de barro pintados a mano y bordados tradicionales contrastaban con el
lujo europeo.
Madame Leblanc cruzó el vestíbulo con la gracia de quien domina su entorno. Observó a las jóvenes que trabajaban para ella con una mezcla de afecto y control. Era exigente, pero justa. Para ellas, Madame Leblanc no era solo una jefa; era un enigma, una figura materna y, a veces, su única salvación.
Esa noche, un cliente especial estaba por
llegar. Y Madame, como siempre, estaba preparada.
Pilar Portocarrero
"Soñar solo es el principio"