La maison resplandecía bajo la luz dorada de los
candelabros, su elegancia se fundía con la noche en un hechizo de misterio y
refinamiento. En el corazón de la residencia, más allá de los salones
principales, se encontraba Le Salon d'Or, un espacio reservado para los
visitantes más selectos de madame Leblanc. Aquí, el tiempo se diluía
entre conversaciones acompasadas y copas de licor que brillaban bajo la tenue
iluminación. Las paredes estaban cubiertas con paneles de madera de roble
oscuro, trabajados con exquisitos detalles en pan de oro, y los techos
abovedados sostenían arañas de cristal que proyectaban destellos danzarines
sobre los sofás de terciopelo. En cada rincón, la opulencia se filtraba en
forma de muebles de época, cortinas de brocado y alfombras persas que
silenciaban los pasos con su suavidad. El aire estaba impregnado de la fragancia de madera de ámbar y el sutil aroma de un brandy envejecido,
sirviendo de preámbulo a la experiencia que cada hombre estaba por vivir.
Los invitados ocupaban el salón
con la seguridad de quienes están acostumbrados al lujo. Leonardo Lascurain,
magnate del acero y asiduo visitante de la
maison, se reclinaba con soltura en uno de los sofás de cuero oscuro,
sosteniendo una copa de Armagnac. A su lado, Valentina se inclinaba con gracia,
susurrándole algo al oído mientras jugueteaba con las perlas que adornaban su
cuello. Sus dedos se deslizaban con
estudiada suavidad sobre la tela de su vestido negro, que resaltaba su esbelta
figura y su aura de sofisticación inalcanzable. A unos metros, monsieur De la Borbolla observaba con
aire pensativo a Emilia, quien le servía un whisky con la misma destreza con la
que medía cada palabra. Ella no tenía prisa; su conversación era como un
perfume delicado, revelándose en notas sutiles que dejaban huella en la memoria.
La expresión en los ojos del hombre delataba su creciente fascinación, atrapado
en la red invisible de encanto que Emilia tejía con paciencia. Cerca de la
chimenea, Juliette deslizaba su abanico de encaje entre sus dedos, jugando con
la mirada de monsieur Belmont, quien intentaba descifrar el enigma que representaba la
francesa. Cada gesto suyo era una invitación a la intriga, un juego que madame Leblanc había perfeccionado en
todas sus chicas.
El mayordomo, un hombre mayor de
impecable porte, se movía con la eficiencia de un reloj suizo. Con una
inclinación apenas perceptible, servía las bebidas y recogía con discreción las
copas vacías. Su presencia era casi etérea, pero su atención al detalle
demostraba que cada gesto en la maison
estaba cuidadosamente orquestado.
Madame
Leblanc
supervisaba la escena desde la entrada del salón, envuelta en un vestido de
seda color borgoña que contrastaba con su pálida piel. En su mano sostenía una
copa de licor oscuro, que giraba lentamente entre sus dedos enguantados en
encaje. Sus ojos recorrían el salón como un halcón midiendo su dominio,
asegurándose de que cada detalle fuera perfecto, de que cada mirada, cada
palabra, cada sonrisa estuviera en su lugar.
Alim Rabal, con su porte de
realeza y su aire de seguridad innata, conversaba con Bianca. Ella, con su
elegancia inmutable, mantenía su postura relajada, pero su mirada sugería que
había algo más allá de la simple cortesía. Sus labios esbozaban una sonrisa casi imperceptible, el tipo de gesto que no se olvida
fácilmente. Rabal inclinó la cabeza, intrigado, y Bianca supo que ya lo tenía
en el umbral de la curiosidad.
El murmullo de las
conversaciones llenaba el salón con un ritmo acompasado, una sinfonía de voces
masculinas y risas discretas que se entremezclaban con el tintineo de las copas
al chocar. Se hablaba de inversiones, de adquisiciones estratégicas y de
oportunidades que solo se discutían en lugares como este, lejos del escrutinio
público.
—El mercado de
valores está en una fase inestable —comentó monsieur
De la Borbolla, un financiero panameño que solía visitar la maison cada vez que
pasaba por México—, pero en la
inestabilidad siempre hay una oportunidad.
—Exactamente
—respondió Leonardo Lascurain, girando levemente su copa de Armagnac—. En
tiempos de crisis, el verdadero poder se define por quién tiene la visión para
anticiparse.
—Y la paciencia
—añadió Alim Rabal con una sonrisa ladeada, sin apartar la vista de Bianca.
Los hombres
asintieron, y la conversación continuó entre análisis de mercados emergentes y
confidencias susurradas sobre alianzas estratégicas. Algunas de las muchachas escuchaban con discreta
atención, interviniendo con comentarios ingeniosos cuando era oportuno,
reafirmando el papel que madame Leblanc
les había enseñado a desempeñar con maestría.
En otro rincón, Celeste reía
suavemente mientras monsieur Alejandro
de la Garza le hablaba con aire encantador. Su cabello rojizo capturaba la luz
del candelabro, convirtiéndola en un espejismo seductor. Con cada palabra, ella
lograba que el empresario se sintiera el centro del universo, la calidez de su
voz envolviéndolo en una sensación de confort y fascinación. Isabella, desde el
otro extremo del salón, intercambiaba miradas cómplices con Antonio Elías. Entre
ellos había un juego sutil, una danza de ojos que apenas se rozaban y se
encendían con una chispa prohibida. Isabella sonreía con la dulzura letal que la
caracterizaba, mientras deslizaba los dedos sobre la copa de champán que
sostenía. Antonio inclinaba la cabeza con un gesto contenido, sosteniéndole la
mirada con una seguridad calculada. Madame
Leblanc captó el intercambio con una ceja levemente arqueada; nada escapaba
a su atención. Mientras tanto, en el exclusivo Salon Rose, Sofía entraba
con un andar seguro y sensual, como si el
mundo se plegara
bajo sus tacones sin resistencia. Su vestido rojo de
seda acariciaba su figura con cada paso, reflejando destellos de luz que
parecían seguir el ritmo de su movimiento. Su cabeza erguida, su mirada velada
bajo largas pestañas, y la leve inclinación de su cadera al caminar componían
un espectáculo que no necesitaba esfuerzo; era el reflejo natural de una mujer
que sabía exactamente el efecto que causaba.
El ambiente del salón estaba
teñido de una calidez embriagadora. Tonos suaves de rosa empolvado y marfil se
mezclaban con el dorado tenue de las lámparas de mesa, proyectando sombras
sutiles sobre los muebles de madera tallada. La delicada fragancia de jazmín
flotaba en el aire, envolviendo el espacio con una promesa de intimidad y
secreto. En el centro, un hombre de alrededor de cincuenta años aguardaba con
la rigidez propia de quienes no están acostumbrados a sentirse fuera de
control. Era un diplomático de porte distinguido, su traje oscuro cortado a la
perfección, sus gemelos de oro destellando con la tenue luz del salón. Su
cabello entrecano, meticulosamente peinado hacia atrás, contrastaba con la leve
tensión que apretaba sus labios. Sostenía su copa de brandy como si se aferrara
al cristal con más fuerza de la necesaria.
Cuando vio a Sofía, su espalda
se enderezó un poco más, como si instintivamente buscara recuperar la
compostura. Sofía sonrió con un aire indescifrable, dejando que el peso de su
presencia lo envolviera. Caminó hacia él con la lentitud de quien disfruta de
la anticipación, permitiéndole observarla, absorber cada detalle, perderse un
instante en el vaivén sutil de su falda. La luz cálida delineaba su silueta con
un resplandor suave, haciendo que cada uno de sus movimientos pareciera una
coreografía ensayada a la perfección. Él tragó saliva antes de hablar, su voz
apenas era un murmullo en el refinado ambiente del salón.
—Buenas noches, Sofía —saludó con
nerviosismo.
Ella se detuvo
frente a él, ladeando la cabeza con un destello de diversión en la mirada.
—Buenas noches, monsieur Romanovski, qué gusto
conocerlo.
El diplomático ruso
ajustó el nudo de su corbata en un gesto automático, luego esbozó una sonrisa
insegura.
—No suelo frecuentar
lugares como este —confesó, con una ligera carraspera en la voz.
Sofía inclinó apenas
la cabeza, su sonrisa se tornó más cálida, reconociendo su incomodidad.
—Eso lo hace aún más
interesante, monsieur. A veces, lo
desconocido puede ser un placer inesperado.
Andrey Romanovski
exhaló despacio, como si las palabras de Sofía hubieran destensado un poco su
postura.
—Supongo que
entonces me dejaré guiar.
—Una excelente
decisión—respondió Sofía.
La noche en la maison continuaba, y en cada rincón, los hilos invisibles del
arte de la seducción se tejían con destreza bajo la mirada atenta de madame Leblanc que supo que todo
marchaba sobre ruedas y que era el momento de retirarse.
Pilar Portocarrero
"Soñar es solo el principio"
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