jueves, 20 de febrero de 2025

Capítulo 3 Le Salon d'or

 


La maison resplandecía bajo la luz dorada de los candelabros, su elegancia se fundía con la noche en un hechizo de misterio y refinamiento. En el corazón de la residencia, más allá de los salones principales, se encontraba Le Salon d'Or, un espacio reservado para los visitantes más selectos de madame Leblanc. Aquí, el tiempo se diluía entre conversaciones acompasadas y copas de licor que brillaban bajo la tenue iluminación. Las paredes estaban cubiertas con paneles de madera de roble oscuro, trabajados con exquisitos detalles en pan de oro, y los techos abovedados sostenían arañas de cristal que proyectaban destellos danzarines sobre los sofás de terciopelo. En cada rincón, la opulencia se filtraba en forma de muebles de época, cortinas de brocado y alfombras persas que silenciaban los pasos con su suavidad. El aire estaba impregnado  de  la  fragancia  de  madera  de  ámbar y el sutil aroma de un brandy envejecido, sirviendo de preámbulo a la experiencia que cada hombre estaba por vivir. 

Los invitados ocupaban el salón con la seguridad de quienes están acostumbrados al lujo. Leonardo Lascurain, magnate del acero y asiduo visitante de la maison, se reclinaba con soltura en uno de los sofás de cuero oscuro, sosteniendo una copa de Armagnac. A su lado, Valentina se inclinaba con gracia, susurrándole algo al oído mientras jugueteaba con las perlas que adornaban su cuello.  Sus dedos se deslizaban con estudiada suavidad sobre la tela de su vestido negro, que resaltaba su esbelta figura y su aura de sofisticación inalcanzable. A unos metros, monsieur De la Borbolla observaba con aire pensativo a Emilia, quien le servía un whisky con la misma destreza con la que medía cada palabra. Ella no tenía prisa; su conversación era como un perfume delicado, revelándose en notas sutiles que dejaban huella en la memoria. La expresión en los ojos del hombre delataba su creciente fascinación, atrapado en la red invisible de encanto que Emilia tejía con paciencia. Cerca de la chimenea, Juliette deslizaba su abanico de encaje entre sus dedos, jugando con la mirada de monsieur Belmont, quien  intentaba descifrar el enigma que representaba la francesa. Cada gesto suyo era una invitación a la intriga, un juego que madame Leblanc había perfeccionado en todas sus chicas.

El mayordomo, un hombre mayor de impecable porte, se movía con la eficiencia de un reloj suizo. Con una inclinación apenas perceptible, servía las bebidas y recogía con discreción las copas vacías. Su presencia era casi etérea, pero su atención al detalle demostraba que cada gesto en la maison estaba cuidadosamente orquestado.

Madame Leblanc supervisaba la escena desde la entrada del salón, envuelta en un vestido de seda color borgoña que contrastaba con su pálida piel. En su mano sostenía una copa de licor oscuro, que giraba lentamente entre sus dedos enguantados en encaje. Sus ojos recorrían el salón como un halcón midiendo su dominio, asegurándose de que cada detalle fuera perfecto, de que cada mirada, cada palabra, cada sonrisa estuviera en su lugar.

Alim Rabal, con su porte de realeza y su aire de seguridad innata, conversaba con Bianca. Ella, con su elegancia inmutable, mantenía su postura relajada, pero su mirada sugería que había algo más allá de la simple cortesía. Sus labios  esbozaban  una  sonrisa  casi imperceptible, el tipo de gesto que no se olvida fácilmente. Rabal inclinó la cabeza, intrigado, y Bianca supo que ya lo tenía en el umbral de la curiosidad.

El murmullo de las conversaciones llenaba el salón con un ritmo acompasado, una sinfonía de voces masculinas y risas discretas que se entremezclaban con el tintineo de las copas al chocar. Se hablaba de inversiones, de adquisiciones estratégicas y de oportunidades que solo se discutían en lugares como este, lejos del escrutinio público.

      —El mercado de valores está en una fase inestable —comentó monsieur De la Borbolla, un financiero panameño que solía visitar la maison cada vez  que pasaba  por México—, pero en la inestabilidad siempre hay una oportunidad.
     —Exactamente —respondió Leonardo Lascurain, girando levemente su copa de Armagnac—. En tiempos de crisis, el verdadero poder se define por quién tiene la visión para anticiparse.
     —Y la paciencia —añadió Alim Rabal con una sonrisa ladeada, sin apartar la vista de Bianca.
Los hombres asintieron, y la conversación continuó entre análisis de mercados emergentes y confidencias susurradas sobre alianzas estratégicas. Algunas de las muchachas escuchaban con discreta atención, interviniendo con comentarios ingeniosos cuando era oportuno, reafirmando el papel que madame Leblanc les había enseñado a desempeñar con maestría.

En otro rincón, Celeste reía suavemente mientras monsieur Alejandro de la Garza le hablaba con aire encantador. Su cabello rojizo capturaba la luz del candelabro, convirtiéndola en un espejismo seductor. Con cada palabra, ella lograba que el empresario se sintiera el centro del universo, la calidez de su voz envolviéndolo en una sensación de confort y fascinación. Isabella, desde el otro extremo del salón, intercambiaba miradas cómplices con Antonio Elías. Entre ellos había un juego sutil, una danza de ojos que apenas se rozaban y se encendían con una chispa prohibida. Isabella sonreía con la dulzura letal que la caracterizaba, mientras deslizaba los dedos sobre la copa de champán que sostenía. Antonio inclinaba la cabeza con un gesto contenido, sosteniéndole la mirada con una seguridad calculada. Madame Leblanc captó el intercambio con una ceja levemente arqueada; nada escapaba a su atención. Mientras tanto, en el exclusivo Salon Rose, Sofía entraba con un andar seguro y sensual, como si  el  mundo  se  plegara  bajo sus tacones sin resistencia. Su vestido rojo de seda acariciaba su figura con cada paso, reflejando destellos de luz que parecían seguir el ritmo de su movimiento. Su cabeza erguida, su mirada velada bajo largas pestañas, y la leve inclinación de su cadera al caminar componían un espectáculo que no necesitaba esfuerzo; era el reflejo natural de una mujer que sabía exactamente el efecto que causaba.

El ambiente del salón estaba teñido de una calidez embriagadora. Tonos suaves de rosa empolvado y marfil se mezclaban con el dorado tenue de las lámparas de mesa, proyectando sombras sutiles sobre los muebles de madera tallada. La delicada fragancia de jazmín flotaba en el aire, envolviendo el espacio con una promesa de intimidad y secreto. En el centro, un hombre de alrededor de cincuenta años aguardaba con la rigidez propia de quienes no están acostumbrados a sentirse fuera de control. Era un diplomático de porte distinguido, su traje oscuro cortado a la perfección, sus gemelos de oro destellando con la tenue luz del salón. Su cabello entrecano, meticulosamente peinado hacia atrás, contrastaba con la leve tensión que apretaba sus labios. Sostenía su copa de brandy como si se aferrara al cristal con más fuerza de la necesaria. 

Cuando vio a Sofía, su espalda se enderezó un poco más, como si instintivamente buscara recuperar la compostura. Sofía sonrió con un aire indescifrable, dejando que el peso de su presencia lo envolviera. Caminó hacia él con la lentitud de quien disfruta de la anticipación, permitiéndole observarla, absorber cada detalle, perderse un instante en el vaivén sutil de su falda. La luz cálida delineaba su silueta con un resplandor suave, haciendo que cada uno de sus movimientos pareciera una coreografía ensayada a la perfección. Él tragó saliva antes de hablar, su voz apenas era un murmullo en el refinado ambiente del salón.
     —Buenas noches, Sofía —saludó con nerviosismo.
Ella se detuvo frente a él, ladeando la cabeza con un destello de diversión en la mirada.
     —Buenas noches, monsieur Romanovski, qué gusto conocerlo.
El diplomático ruso ajustó el nudo de su corbata en un gesto automático, luego esbozó una sonrisa insegura.
     —No suelo frecuentar lugares como este —confesó, con una ligera carraspera en la voz.
Sofía inclinó apenas la cabeza, su sonrisa se tornó más cálida, reconociendo su incomodidad. 
     —Eso lo hace aún más interesante, monsieur. A veces, lo desconocido puede ser un placer inesperado.
Andrey Romanovski exhaló despacio, como si las palabras de Sofía hubieran destensado un poco su postura.
     —Supongo que entonces me dejaré guiar.
     —Una excelente decisión—respondió Sofía.
La noche en la maison continuaba, y en cada rincón, los hilos invisibles del arte de la seducción se tejían con destreza bajo la mirada atenta de madame Leblanc que supo que todo marchaba sobre ruedas y que era el momento de retirarse.

Pilar Portocarrero

"Soñar es solo el principio"

 

 

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