miércoles, 5 de febrero de 2025

Capítulo 2: La luz de la maison (Cap. completo)

 


Madame Leblanc observaba con su característica elegancia a las siete chicas alineadas frente a ella. Ninguna podía adivinar sus pensamientos. Su rostro no expresaba emoción mientras caminaba despacio mirándolas por el rabillo del ojo.

Era imposible que ellas no se sintieran nerviosas frente a su escrutinio, es por eso que pasaban saliva o respiraban agitadas ante la agudeza de sus ojos fríos.

Isabella bajó la mirada escondiendo sus ojos verdes, siempre tenía esa reacción cuando cada noche, madame Leblanc hacía su acostumbrada evaluación. Todo debía estar como a ella le gustaba: el maquillaje discreto con colores neutros. El vestido en armonía con el cuerpo, y el peinado al natural cayendo sensualmente sobre los hombros.

Era una noche fría de enero. Afuera, la brisa suave movía con gracia los rosales que eran la adoración de madame Leblanc. Cada mañana, cuando el rocío aún descansaba sobre los pétalos y el aire estaba impregnado de un aroma fresco a tierra húmeda, madame Leblanc salía  al  jardín  con una bata de satén en tonos marfil, ajustada con un delicado cinturón de seda, recorría los senderos empedrados con la elegancia de quien entiende que cada detalle cuenta. Con manos cuidadosas, enguantadas en fino encaje negro, rozaba los pétalos de las rosas Black Baccara, asegurándose de que la brisa nocturna no los hubiera marchitado. Su mirada experta, curtida por los años y los secretos que escondía, sabía distinguir la más mínima imperfección en sus rosales. Con una tijera de podar dorada, cortaba con precisión los tallos secos, murmurando en francés palabras de cariño, como si cada flor fuera un amante a quien le susurraba secretos de alcoba.

Madame Leblanc no confiaba esta tarea a nadie más. Para ella, sus rosales no eran solo plantas, eran testigos silenciosos de noches de pasiones contenidas y confesiones susurradas bajo la luna. Por las tardes, cuando el sol bañaba la mansión en tonos dorados, se la podía ver rociando cuidadosamente cada rosa con una fina bruma de agua perfumada, una mezcla especial que había traído de París y que, según decía, mantenía las flores tan frescas como una promesa.

—Bien, mes petites —dijo con su marcado acento francés, mientras  paseaba  lentamente  frente  a  las  muchachas—. Hoy, como siempre, tenemos invitados especiales, y  espero que estén listas para demostrar por qué esta casa es la más codiciada de la ciudad.

Las palabras de madame Leblanc parecieron flotar en el aire, impregnando cada rincón de la estancia con una mezcla de anticipación y elegancia. La maison, envuelta en una opulencia atemporal, destilaba el refinamiento de otra época, donde cada detalle había sido cuidadosamente seleccionado para evocar el esplendor del viejo mundo. Los muebles de estilo Luis XV, con sus líneas curvas y tallados exquisitos, destacaban bajo la luz tenue proyectando sombras alargadas que parecían moverse al compás de la respiración de las chicas.

Las muchachas, alineadas bajo la imponente araña de cristal que colgaba majestuosa sobre ellas, lucían como piezas perfectamente colocadas dentro de aquel escenario de ensueño, listas para desempeñar su papel con la gracia y el refinamiento que madame Leblanc exigía.

Ustedes son el alma de la maison. Sin ustedes no habría brillo. Por eso debo recordarles el papel tan importante  que  tienen  frente  a  nuestros  invitados —dijo madame Leblanc, mientras esbozaba una delicada sonrisa.

Cada una de ellas era una pieza cuidadosamente elegida para encajar en su mundo, y madame Leblanc sacaba provecho de eso. No se trataba solo de belleza, sino de presencia; de una mezcla exquisita de carisma, sofisticación y un toque de peligro latente que gustaba a sus invitados. Dedicaba mucho tiempo a seleccionar a las mujeres perfectas, y gracias a su experiencia sabía lo que los hombres deseaban.

—Isabella, querida, asegúrate de que monsieur Elías lo pase bien esta noche. Sabes que adora tu acento y tu encanto exótico.

Isabella era una morena de cabello sedoso y  sonrisa tan dulce como letal. Había llegado desde Colombia con sueños de grandeza. Quería ser modelo y desfilar en las grandes pasarelas de la Ciudad de México, pero cada oportunidad que se le presentaba tenía un costo que fue apagando sus ilusiones. Madame Leblanc le dio la gran oportunidad de brillar, y se había ganado su lugar a base de una sofisticación natural y un talento innato para la conversación. Admiraba a madame Leblanc desde que había llegado a la maison, no hacía  más  que  memorizar  sus movimientos queriendo  imitarla, algo imposible de lograr, porque madame Leblanc era inimitable, y todas lo sabían.

Isabella asintió con una leve sonrisa, tenía la postura impecable y sus manos entrelazadas con elegancia sobre la tela de su vestido verde olivo. Llevaba en el anular un anillo de esmeralda que Antonio Elías le había regalado la semana pasada.

¿Qué hago? —le preguntó a madame Leblanc, luego de que el señor Elías dejara la maison —¿Le devuelvo el anillo?

—Debes usarlo cada vez que estés con él —le dijo con voz pausada—. Monsieur Elías ha tenido un gran detalle contigo, chérie. Pero que este gesto no te confunda, Isabella. Aquí no hay amor. Monsieur Elías solo te agradece por los momentos que le entregas.

Si, madame —respondió, consciente de su papel dentro de la vida de unos de los empresarios más importantes de la Ciudad de México.

Nada de comunicación fuera de la maison, y ella cumplía todas las reglas para evitar problemas con madame Leblanc. Aunque no le había contado que Antonio Elías le había entregado una tarjeta con el número de su celular que ella había guardo bajo siete llaves. 

—¡Llámame! —le dijo Antonio, murmurándole al oído—. Me harías muy feliz.

Isabella había estado tentada más de una vez a marcar su número, pero el miedo a ser descubierta evitó que cometiera ese desliz. ¿Madame Leblanc la sacaría de la maison? Y ella estaba muy a gusto con la vida que ahora tenía.

Madame Leblanc miró a Valentina, una rubia de origen ruso, de piernas interminables y una mirada que podía congelar a cualquiera. Con un porte altivo y una voz melosa, se había convertido en la preferida de los políticos más influyentes. Su vida no había sido un lecho de rosas. La pobreza no entendía de belleza, de nada le sirvió tener un rostro de ángel si pasaba frío en el invierno y comía una vez al día. Por eso no lo pensó demasiado cuando un americano llegó a Moscú y se enamoró de ella. Dejó a su familia y se aventuró hacia un mundo en donde la hamburguesa era el platillo de todos los días.

—Valentina, chérie, no pudiste haber elegido mejor color para esta noche. Tu vestido negro te hace más sofisticada, y a monsieur Lascurain le gustan las mujeres de tu tipo. Recuerda que el misterio es tu mayor arma.

Valentina respondió con una leve inclinación de cabeza, mientras sus labios esbozaban una sonrisa calculada. Estaba satisfecha por el comentario de madame Leblanc. Era consciente de su belleza, pero había aprendido que en la vida se necesitaba más que eso para triunfar, y madame Leblanc era la mejor profesora que podía tener.

Celeste levantó la barbilla esperando que madame Leblanc se dirigiera a ella. Era la más joven del grupo, con apenas veintidós años, pero con  una  gracia  innata  para conquistar

corazones de todas las edades. Los invitados de madame Leblanc caían rendidos ante ella. Su cabello rojizo era una tentación que todos querían acariciar, y ella aprovechaba su encanto para hacerles sentir únicos en el mundo.

—Celeste, ma chérie, tu dulzura es tu mayor virtud, y tú lo sabes.  Haz que monsieur De la Garza se sienta en casa, como siempre.

—No lo dude, madame —respondió satisfecha.

De origen irlandés, hablaba perfectamente el español. Siempre amable con todas, dispuesta a ayudar a quien lo necesitara, pero jamás respondía preguntas sobre su pasado.  Cómo había llegado a México y en qué circunstancias conoció a madame Leblanc, era un secreto que ambas guardaban celosamente.  Celeste  siempre  sonreía  con dulzura, y con los  invitados de madame Leblanc era educada y dispuesta a complacer sus fantasías. Una digna alumna de su maestra. Junto a ella estaba Sofía, una española de carácter fuerte y un temperamento que pocos podían domar. Su belleza clásica y su  astucia  le  habían  ganado  un  lugar  en  la maison. Sofía llevaba un vestido rojo de seda que se ceñía a su figura como una segunda piel. La tela brillante acariciaba cada curva, reflejando la luz en un juego sensual de sombras y resplandores. El escote corazón era sutil y provocador, resaltaba sus clavículas con un aire de sofisticación, dándole un aire de femme fatale que evocaba la pasión y el misterio de su tierra natal.

Sofía, te he reservado para alguien especial para esta noche. Sé que no me decepcionarás. Es la primera vez que viene a la maison, y quiere mucha discreción. Nadie debe saber que está aquí, por eso lo recibirás en el Salon Rose. Ma chérie, sigue el protocolo de siempre, pero en esta oportunidad ve muy lento. Quiero que nuestro invitado se sienta tranquilo, que sea él quien dé el primer paso. Compris?

—Sí, madame. Seré la fantasía que está buscando— dijo con un acento seductor.  Su voz era un susurro embriagador, perfectamente calculado para encender la imaginación, un arte que dominaba a la perfección.

Las muchachas de madame Leblanc no solo eran hermosas, eran capaces de ofrecer justo lo que un hombre necesitaba antes incluso de que él mismo lo supiera. Sofía, con su elegancia natural y su aire de misterio español, no era la excepción. Con cada palabra, cada gesto medido, demostraba que no solo era una gran belleza, sino un refinado equilibrio entre el deseo y exclusividad.

El aire dentro de la maison estaba cargado de una mezcla embriagadora de perfumes exclusivos, y la sutil esencia de las velas aromáticas que parpadeaban sobre los candelabros de plata. Cada rincón del salón parecía diseñado para seducir los sentidos. Sobre una mesa de mármol, una botella de coñac añejo descansada sobre una bandeja de plata, junto a copas de cristal tallado, mientras un jarrón con rosas Black Baccara añadía un toque de sensualidad natural al entorno.

Las muchachas adoptaban una postura serena, como si cada una representara una obra de arte expuesta para la admiración. Cada una tenía su propio aire, su propio misterio, pero todas compartían el mismo entrenamiento: el arte de la seducción sutil, del gesto preciso y de la sonrisa calculada que prometía sin revelar demasiado.

Madame Leblanc, de pie junto a la chimenea, dominaba la escena con su sola presencia. Su postura era impecable, su expresión, una mezcla de control y satisfacción. Observaba a sus muchachas con la mirada afilada de quien sabe que el éxito se encuentra en los detalles más pequeños. Con un leve movimiento de su índice, indicaba su aprobación o su discreta corrección. No necesitaba levantar la voz; su presencia bastaba para mantener el orden y la perfección en la maison.

—Emilia… —dijo, madame Leblanc, mirando a la joven de piel canela que estaba a unos metros de ella—. Esta noche tendrás el placer de atender nuevamente a monsieur De la Borbolla.

Madame —susurró Emilia—, monsieur De la Borbolla es un hombre muy reservado, me cuesta mucho establecer una conversación con él.

Monsieur De la Borbolla no es reservado, cher.  Es un hombre que mide sus palabras.

Entonces, ¿debo ser paciente? —preguntó Emilia, inclinando la cabeza en un gesto reflexivo. 

La paciencia, Emilia, es la virtud más seductora de todas y Emilia lo entendía bien. Sabía cuándo hablar, cuándo guardar silencio y, sobre todo, cuándo desaparecer dejando tras de sí un rastro de misterio que mantenía a los hombres intrigados mucho después de su partida.

No lo abrumes con una conversación —agregó madame Leblanc, y su mirada se agudizó cuando agregó —: Mantente siempre interesante. A los hombres como él les gusta descubrir lentamente, así que dale pequeñas pistas, un comentario al azar, una sonrisa en el momento adecuado.

Emilia dejó escapar una risa suave, casi un suspiro antes de decir:

Un juego de sutileza... eso me gusta.

Madame Leblanc expresó su satisfacción con una sonrisa.

Y recuerda, cher, monsieur De la Borbolla no busca compañía superficial, busca autenticidad disfrazada de encanto. Hazle creer que te ha encontrado a ti, en lugar de que sea al revés.

Será un placer, madame.

Emilia era la joya discreta de las muchachas de madame Leblanc. De movimientos calculados y una voz tan suave como el terciopelo, su  presencia   irradiaba una  calma  que  desarmaba sin necesidad de palabras grandilocuentes. Su cabello castaño oscuro caía en ondas suaves sobre sus hombros, enmarcando un rostro de rasgos delicados, donde unos ojos almendrados siempre parecían observar más de lo que dejaban ver. Vestía con la elegancia de quien no necesita ostentar. Su vestido, en un tono marfil, caía con gracia a lo largo de su cuerpo, acariciando su figura con sutileza y refinamiento. Madame Leblanc estaba segura de que Emilia sabría exactamente cómo convertir la velada en una experiencia inolvidable para el reservado monsieur De la Borbolla.

En el aire flotaba una suave melodía de jazz que provenía del gramófono ubicado en la esquina del salón. Las notas de la canción envolvían la estancia con su música elegante, mientras el leve crujido del vinilo añadía un matiz nostálgico, como si cada acorde llevara consigo ecos de historias pasadas. La música parecía un elemento vivo, respirando entre los rincones de la maison. Se escuchaba el sonido agudo de la trompeta que dibujaba en el aire una sinfonía de anhelos, mientras el contrabajo marcaba un ritmo pausado, casi hipnótico que  se  entrelazaba  con  los  acordes  del piano. Y ahí, en medio de esa calidez del salón, se encontraba Bianca, una italiana que había llegado a la Ciudad de México con su novio, pensando en recorrer la capital con una mochila al hombro, pero la aventura no salió como lo esperaba. Su novio tenía vínculos con amigos que pertenecían a un cártel de la droga, y sin saber cómo de pronto se vio envuelta en un mundo que la llevó a prisión. Pero de aquella muchacha asustadiza ya no quedaba nada. Madame Leblanc  la había transformado en una mujer elegante.  No era la más exuberante ni la más llamativa a primera vista, pero tenía algo que la hacía inolvidable: una belleza serena, casi hipnótica, que envolvía a quien la miraba en una sensación de calma y deseo a la vez. Su piel, de un tono marfil suave, parecía resplandecer bajo la luz dorada de los candelabros. Su cabello, de un castaño oscuro con reflejos dorados, enmarcaba un rostro de facciones delicadas, pero firmes, con labios carnosos y una mirada de un azul profundo que parecía hurgar en los secretos de los demás. Madame Leblanc siempre decía que Bianca era un misterio envuelto en terciopelo. No era altiva, pero tampoco se entregaba fácilmente. Su atractivo residía en  la  quietud  de  sus  gestos, en  la  manera  en cómo inclinaba la cabeza al escuchar, en la sonrisa apenas insinuada que dejaba a los hombres preguntándose qué era lo que ella sabía y ellos no.

Esa noche Bianca vestía de forma impecable, llevaba un vestido de satén azul, de corte perfecto que se ajustaba con precisión a su silueta, dejando al descubierto la curva de su cuello de donde colgaba una fina cadena de oro con una perla  engarzada a un brillante. Sus manos, de dedos largos y elegantes, se movían con la gracia de quien no tiene prisa, como si cada gesto suyo fuera un pequeño espectáculo para quien supiera apreciarlo. Pero lo que realmente definía a Bianca era su voz: suave, melódica, con una cadencia envolvente que hacía que cada palabra pareciera un secreto compartido. No necesitaba elevar el tono para ser escuchada; los hombres se inclinaban hacia ella por instinto, atrapados en la dulzura de su timbre y en la promesa velada de su sonrisa. Era una mujer que no buscaba la atención; la atención la buscaba a ella.

—Bianca, ma belle, esta noche monsieur Rabal ha pedido verte —anunció madame Leblanc, con su tono suave, pero firme. 

Bianca sonrió con una expresión enigmática. Alim Rabal era el heredero de Jalil Rabal Benarroch, considerado uno de los hombres más ricos de México, dueño de centros comerciales y mansiones alrededor del mundo. Asiduo visitante de la maison, y un hombre empecinado en disfrutar los placeres de la carne.

—Le haré sentir que el mundo es suyo, pero sin que lo note —respondió con voz aterciopelada, mientras jugaba con un mechón de su cabello.

Bien dicho, ma bellerespondió madame Leblanc con ese tono pausado que convertía cada palabra en una lección implícita—. Pero recuerda, un hombre como Alim Rabal no busca sentir que el mundo es suyo. Él ya cree que el mundo le pertenece.

Bianca inclinó levemente la cabeza, interesada.

Entonces, ¿qué desea?

Quiero que lo mires como si él fuera más que su imperio, más que sus negocios. Que por un instante olvide que todo lo que toca tiene un precio.

Bianca jugueteó con el brazalete de oro que llevaba en su muñeca, asimilando las palabras.

¿Y cómo se logra eso? 

Madame Leblanc sonrió con esa expresión suya, la que reservaba para quienes realmente comprendían el arte que se practicaba dentro de la maison.

No ofreciéndole admiración, sino curiosidad. Míralo como si quisieras descubrir algo en él que nadie más ha visto. Los hombres como monsieur Rabal han comprado respeto, poder, incluso deseo… pero nunca duda. Dale un atisbo de ella, un momento en el que se pregunte qué estás viendo en él. Y cuando lo haga, ma chérie, será tuyo… sin siquiera darse cuenta.

Bianca sostuvo su mirada por un instante antes de dejar escapar una leve risa.

Madame, a veces creo que no diriges una casa, sino que estás en medio de un partido de ajedrez en donde cada una de nosotras es una pieza perfectamente colocada.

No lo creas, chérie. Tenlo por seguro.

Más allá de las ventanas, el aire helado de enero jugueteaba con los rosales de madame Leblanc. Sus pétalos parecían absorber la luz de la noche, dándoles una apariencia fantasmal, mientras la humedad de la noche empezaba a cubrir delicadamente el césped y los mármoles de la fuente central. La mansión, cálida y resplandeciente en su interior, parecía un universo aparte, ajeno  a  la  frialdad  de  la  noche. La  luz  de  los  candelabros  dibujaban reflejos sobre el terciopelo de las cortinas y los muebles de madera tallada. Y es en medio de aquella escena perfectamente orquestada, que Juliette esperaba el momento de ser abordada por madame Leblanc. Ella también era francesa y traía consigo un aire de romanticismo nostálgico que atraía. Era un enigma disfrazada de dulzura. Su secreto no era la seducción directa, sino la promesa de algo que quizá nunca terminaría de dar, creando noches memorables llenas de encanto y nostalgia. Su cabello rubio, recogido en un moño suelto con mechones estratégicamente desordenados, resaltaba la perfección de su cuello y la sutileza de su escote. Vestía un satén color champagne que se fundía con la blancura de su piel, realzando su aire de criatura efímera, como si en cualquier momento pudiera desvanecerse con el reflejo de las velas. Madame Leblanc siempre decía que Juliette no necesitaba hablar mucho; su mirada era suficiente para envolver a cualquiera en un juego que parecía inocente, pero que rara vez lo era.

Juliette, mon ange —dijo madame Leblanc, acercándose a ella—, monsieur Belmont ha preguntado por ti.

Juliette inclinó apenas la cabeza, con la expresión de quien ya esperaba la noticia. 

Monsieur Belmont siempre pregunta por mí, madame.

Madame Leblanc alzó una ceja con diversión.

Eso no significa que debas hacerlo sentir seguro.

Juliette dejó escapar una risa ligera ante el comentario de madame Leblanc.

No lo haré, madame. A los hombres como él hay que dejarlos siempre al borde de la certeza… sin dejar que la crucen.

Exactamente, cher. Los deseos satisfechos se olvidan rápido, en cambio, los que quedan en el aire, se convierten en obsesiónagregó madame Leblanc con una sonrisa de satisfacción.

Entonces, esta noche le daré solo lo suficiente para que siga regresando—respondió Juliette, consciente del juego que debía poner en marcha dentro de la habitación.

Recuerden, mes belles, la maison no es solo un lugar de entretenimiento, es un refugio en donde los hombres olvidan sus problemas. Y nosotras somos el susurro que los aleja de la realidad, la brisa que los envuelve en una ilusión. No vendemos compañía, vendemos un instante en el que todo lo demás deja de existir. 

Las muchachas se dispersaron con la gracia de quienes conocen bien su papel. Cada una tomó su posición, esperando a sus respectivos invitados con la naturalidad de quien ha convertido el arte de la seducción en una danza perfectamente ensayada. Los reflejos dorados de la chimenea titilaban sobre el mármol pulido, y en algún rincón, el eco de una conversación a media voz se mezclaba con las suaves notas del jazz que flotaban desde el gramófono. En medio de todo, impasible y soberana, estaba madame Leblanc. El mayordomo se acercó con discreción, sosteniendo una copa de coñac en una bandeja de plata. Sin decir una palabra, se la ofreció con una leve inclinación de cabeza. Madame la tomó con la delicadeza de quien está acostumbrada a ser servida, pero con la seguridad de quien siempre tiene el control. Dio un sorbo pausado, dejando que el licor acariciara su paladar antes de esbozar una sonrisa apenas perceptible. Desde su lugar junto a la chimenea, observó a sus muchachas desvanecerse entre los salones, envueltas en sus vestidos de seda y sus promesas silenciosas.

 Eran hermosas.

Eran elegantes.

Eran codiciadas.

Pero la luz de la maison no eran ellas; era madame Leblanc.

Pilar Portocarrero

"Soñar es solo el principio"

 

 

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