La casa de columnas imponentes ubicada en
la esquina de una de las calles más exclusivas de la Ciudad de México, parecía
respirar secretos. Su fachada de piedra antigua, vestida de jazmines
trepadores, era tan misteriosa como su dueña. Nadie sabía mucho de Madame
Leblanc, salvo que había llegado una década atrás con un acento francés marcado
y un aire que combinaba elegancia y autoridad que causaba admiración. Los
rumores en el vecindario eran inevitables. Algunos decían que había sido una
bailarina famosa en París, otros murmuraban que estaba huyendo de algo o
alguien. Pero nadie tenía pruebas, y Madame Leblanc nunca respondía preguntas
personales.
Las mujeres que la veían pasar no podían evitar quedarse mudas ante su presencia. A sus sesenta años, Madame Leblanc era el tipo de mujer que hacía girar las miradas. Su cabello, recogido en un moño impecable, tenía destellos plateados que parecían reflejar la luz como si fueran joyas. Sus ojos, de un azul profundo, observaban todo con una mezcla de cálculo y melancolía, como si fueran testigos de un pasado lleno de secretos que ella quería llevarse a la tumba. Su rostro, de pómulos altos y piel ligeramente marcada por los años, mantenía una belleza serena y cautivadora que realzaba con su vestuario exquisito de sastres perfectamente entallados, confeccionados en telas de lana y seda, que acentuaban su figura esbelta. Las blusas de encajes o con detalles bordados eran siempre discretas, pero elegantes, y los colores que elegía oscilaban entre tonos neutros como beige, gris y negro, con ocasionales toques de rojo borgoña o azul marino que resaltaban su tez blanca. En su cuello, un colgante de oro blanco con un pequeño diamante pendía con sobriedad, y en sus manos, los guantes de cuero fino completaban su imagen impecable cuando era invierno.
Tenía un porte que
realzaba su figura esbelta, con curvas elegantes que llevaban consigo una
feminidad atemporal. Sus movimientos eran medidos, como si cada paso y gesto
estuvieran coreografiados para transmitir su inquebrantable autoridad.
Los hombres, por su parte, no quedaban
indiferentes ante Madame Leblanc. Su presencia despertaba algo primitivo en
ellos, una mezcla de respeto y atracción que los desarmaba. Incluso, los más
poderosos e influyentes, sentían su aplomo tambalearse bajo su mirada directa.
Había algo en su sonrisa, sutil y perfectamente medida, que hacía que se
sintieran vulnerables, como si ella supiera todo de ellos con solo mirarlos. Su
voz, con un acento extranjero que suavizaba cada palabra, agregaba una capa más
de fascinación. Madame Leblanc no necesitaba alzar la voz ni hacer alardes; su mera
presencia llenaba el espacio y dejaba a los demás en silencio.
Cuando Madame Leblanc compró aquella
propiedad, causó mucha curiosidad entre los vecinos, ya que era muy sabido la
suma exorbitante que se pedía por el inmueble.
—¿De dónde tendrá tanto dinero? —se
preguntaban, aumentando el interés por la nueva propietaria.
La casa, que había pertenecido a un
político importante, llevaba años desocupada, como si su historia pesada la
hubiera condenado al olvido. Pero Madame no solo le devolvió vida al lugar,
sino que realizó una remodelación que pronto se convirtió en el centro de las
conversaciones de la gente adinerada que vivía en Las Lomas de Chapultepec. Les
intrigaba el sótano que mandó construir; una obra discreta, pero de gran
envergadura, que ahora funcionaba como un garaje privado donde entraban y
salían autos elegantes que muchas veces eran conducidos por choferes
uniformados.
—Dicen que ese sótano tiene un acceso
directo a la casa principal —murmuraba una vecina en una reunión de café con
sus amigas. —, y que lo mandó construir porque no quería que nadie viera quién
entra ni quién sale de ese lugar.
Lo cierto era que las noches en aquella
calle tenían un nuevo encanto que los vecinos no podían ignorar: el eco de
motores de lujo que desaparecían tras las gruesas puertas del sótano, para
volver a verlos luego de tres a cuatro horas.
—¿Y si es una casa de citas? —preguntó Liz
en tono audaz—, de esas que salen en las películas.
Ella estaba fascinada con el misterio y los
chismes que le traía su amiga, que la llevó varias veces a dar vuelta por la
casa para ver si por casualidad se topaba con Madame Leblanc.
—Lo mismo le dije a mi marido, pero Juanca
dice que es imposible, que ahí debe funcionar algún club privado.
—Claro, un club privado en donde seguro
están atendidos por muchachitas dispuestas a complacerlos —agregó Liz en tono
sarcástico.
La casa, conocida simplemente como "La
Maison", era un refugio de lujo y discreción. En el interior, las
habitaciones eran ambientes tan
exquisitos como su dueña. Las antigüedades europeas llenaban los espacios
dándole un aire de sofisticación que la hacía única. En el vestíbulo, un reloj
de pie traído desde Francia dominaba una esquina, con intrincados grabados
dorados en su madera oscura. Su presencia no solo aportaba un aire de elegancia,
sino que marcaba cada hora con un sonido profundo y solemne que parecía resonar
en toda la casa. Candelabros de cristal tallados colgaban del techo, reflejando
la luz en incontables direcciones, mientras alfombras orientales cubrían los
pisos, suavizando los pasos de quienes se aventuraban por la casa. Al mismo
tiempo, los detalles mexicanos aportaban calidez y autenticidad. Coloridos
azulejos de Talavera adornaban las paredes de la cocina y el patio, mientras
jarrones de barro pintados a mano y bordados tradicionales contrastaban con el
lujo europeo.
Madame Leblanc cruzó el vestíbulo con la gracia de quien domina su entorno. Observó a las jóvenes que trabajaban para ella con una mezcla de afecto y control. Era exigente, pero justa. Para ellas, Madame Leblanc no era solo una jefa; era un enigma, una figura materna y, a veces, su única salvación.
Esa noche, un cliente especial estaba por
llegar. Y Madame, como siempre, estaba preparada.
Pilar Portocarrero
"Soñar solo es el principio"
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