domingo, 26 de enero de 2025

Capítulo 2: El alma de La Maison (1ra parte)

 

Madame Leblanc observaba con su característica elegancia a las siete chicas alineadas frente a ella. Ninguna podía adivinar sus pensamientos. Su rostro no expresaba emoción mientras caminaba despacio mirándolas por el rabillo del ojo.

Era imposible que ellas no se sintieran nerviosas frente a su escrutinio, es por eso que pasaban saliva o respiraban agitadas ante la agudeza de sus ojos fríos.

Isabella bajó la mirada escondiendo sus ojos verdes, siempre tenía esa reacción cuando cada noche, Madame Leblanc hacía su acostumbrada evaluación. Todo debía estar como a ella le gustaba: el maquillaje discreto en colores neutros. El vestido en armonía con el cuerpo, y el peinado al natural cayendo sensualmente sobre los hombros.

Era una noche fría de enero. Afuera, la brisa suave movía con gracia los rosales que eran la adoración de Madame Leblanc. Cada mañana, cuando el rocío aún descansaba sobre los pétalos y el aire estaba impregnado de un aroma fresco a tierra húmeda, Madame Leblanc salía  al  jardín  con una bata de satén en tonos marfil, ajustada con un delicado cinturón de seda, recorría los senderos empedrados con la elegancia de quien entiende que cada detalle cuenta. Con manos cuidadosas, enguantadas en fino encaje negro, rozaba los pétalos de las rosas Black Baccara, asegurándose de que la brisa nocturna no los hubiera marchitado. Su mirada experta, curtida por los años y los secretos que escondía, sabía distinguir la más mínima imperfección en sus rosales. Con una tijera de podar dorada, cortaba con precisión los tallos secos, murmurando en francés palabras de cariño, como si cada flor fuera un amante a quien le susurraba secretos de alcoba.

Madame Leblanc no confiaba esta tarea a nadie más. Para ella, sus rosales no eran solo plantas, eran testigos silenciosos de noches de pasiones contenidas y confesiones susurradas bajo la luna. Por las tardes, cuando el sol bañaba la mansión en tonos dorados, se la podía ver rociando cuidadosamente cada rosa con una fina bruma de agua perfumada; una mezcla especial que había traído de París y que, según decía, mantenía las flores tan frescas como una promesa.

—Bien, mes petites —dijo con su marcado acento francés, mientras  paseaba  lentamente  frente  a  las  muchachas—. Hoy, como siempre, tenemos invitados especiales, y  espero que estén listas para demostrar por qué esta casa es la más codiciada de la ciudad.

Las palabras de Madame Leblanc parecieron flotar en el aire, impregnando cada rincón de la estancia con una mezcla de anticipación y elegancia. La Maison, envuelta en una opulencia atemporal, destilaba el refinamiento de otra época, donde cada detalle había sido cuidadosamente seleccionado para evocar el esplendor del viejo mundo. Los muebles de estilo Luis XV, con sus líneas curvas y tallados exquisitos, destacaban bajo la luz tenue proyectando sombras alargadas que parecían moverse al compás de la respiración de las chicas.

Las muchachas, alineadas bajo la imponente araña de cristal que colgaba majestuosa sobre ellas, lucían como piezas perfectamente colocadas dentro de aquel escenario de ensueño, listas para desempeñar su papel con la gracia y el refinamiento que Madame Leblanc exigía.

Ustedes son el alma de La Masion. Sin ustedes no habría brillo. Por eso debo recordarles el papel tan importante  que  tienen  frente  a  nuestros  invitados —dijo Madame Leblanc, mientras esbozaba una delicada sonrisa.

Cada una de ellas era una pieza cuidadosamente elegida para encajar en su mundo, y Madame Leblanc sacaba provecho de eso. No se trataba solo de belleza, sino de presencia; de una mezcla exquisita de carisma, sofisticación y un toque de peligro latente que gustaba a sus invitados. Dedicaba mucho tiempo a seleccionar a las mujeres perfectas, y gracias a su experiencia sabía lo que los hombres deseaban.

—Isabella, chérie, asegúrate de que el señor Elías lo pase bien esta noche. Sabes que adora tu acento y tu encanto exótico.

Isabella era una morena de cabello sedoso y  sonrisa tan dulce como letal. Había llegado desde Colombia con sueños de grandeza. Quería ser modelo y desfilar en las grandes pasarelas de la Ciudad de México, pero cada oportunidad que se le presentaba tuvo un costo que fue apagando sus ilusiones. Madame Leblanc le dio la gran oportunidad de brillar, y se había ganado su lugar a base de una sofisticación natural y un talento innato para la conversación. Admiraba a Madame Leblanc desde que había llegado a la mansión, no hacía  más  que  memorizar  sus movimientos queriendo  imitarla. Algo imposible de lograr, porque Madame Leblanc era inimitable, y todas lo sabían.

Isabella asintió con una leve sonrisa, tenía la postura impecable y sus manos entrelazadas con elegancia sobre la tela de su vestido verde olivo. Llevaba en el anular un anillo de esmeralda que Antonio Elías le había regalado la semana pasada.

¿Qué hago? —le preguntó a Madame Leblanc, luego de que el señor Elías dejara La Maison —¿Le devuelvo el anillo?

—Debes usarlo cada vez que estés con él —le dijo con voz pausada—. Monsieur Elías ha tenido un gran detalle contigo, chérie. Pero que este gesto no te confunda, Isabella. Aquí no hay amor. Monsieur Elías solo te agradece por los momentos que le entregas.

Si, Madame —respondió, consciente de su papel dentro de la vida de unos de los empresarios más importantes de la Ciudad de México.

Nada de comunicación fuera de La Masion, y ella cumplía todas las reglas para evitar problemas con Madame Leblanc. Aunque no le había contado que Antonio Elías le había entregado una tarjeta con el número de su celular que ella había guardo bajo siete llaves. 

—¡Llámame! —le dijo Antonio, murmurándole al oído—. Me harías muy feliz.

Isabella había estado tentada más de una vez a marcar su número, pero el miedo a ser descubierta evitó que cometiera ese desliz.

Madame Leblanc miró a Valentina, una rubia de origen ruso, de piernas interminables y una mirada que podía congelar a cualquiera. Con un porte altivo y una voz melosa, se había convertido en la preferida de los políticos más influyentes. Su vida no había sido un lecho de rosas. La pobreza no entendía de belleza, de nada le sirvió tener un rostro de ángel si pasaba frío en el invierno y comía una vez al día. Por eso no lo pensó demasiado cuando un americano llegó a Moscú y se enamoró de ella. Dejó a su familia y se aventuró hacia un mundo en donde la hamburguesa era el platillo de todos los días.

—Valentina, chérie, no pudiste haber elegido mejor color para esta noche. Tu vestido negro te hace más sofisticada, y a Monsieur Lascurain le gustan las mujeres de tu tipo. Recuerda que el misterio es tu mayor arma.

Valentina respondió con una leve inclinación de cabeza, mientras sus labios esbozaban una sonrisa calculada. Estaba satisfecha por el comentario de Madame Leblanc. Era consciente de su belleza, pero había aprendido que en la vida se necesitaba más que eso para triunfar, y Madame Leblanc era la mejor profesora que podía tener.

Celeste levantó la barbilla esperando que Madame Leblanc se dirigiera a ella. Era la más joven del grupo, con apenas veintidós años, pero con  una  gracia  innata  para conquistar corazones de todas las edades. Los invitados de Madame Leblanc caían rendidos ante ella. Su cabello rojizo era una tentación que todos querían acariciar, y ella aprovechaba su encanto para hacerles sentir únicos en el mundo.

—Celeste, ma chérie, tu dulzura es tu mayor virtud, y tú lo sabes.  Haz que Monsieur De la Garza se sienta en casa, como siempre.

—No lo dude, Madame —respondió satisfecha.

De origen irlandés, hablaba perfectamente el español. Siempre amable con todas, dispuesta a ayudar a quien lo necesitara, pero jamás respondía preguntas sobre su pasado.  Cómo había llegado a México y en qué circunstancias conoció a Madame Leblanc, era un secreto que ambas guardaban celosamente. Celeste  siempre  sonreía  con dulzura, y con los  invitados de Madame Leblanc era educada y dispuesta a complacer sus fantasías. Una digna alumna de su maestra.

Junto a ella estaba Sofía, una española de carácter fuerte y un temperamento que pocos podían domar. Su belleza clásica y su  astucia  le  habían  ganado  un  lugar  en  La Maison. Sofía llevaba un vestido rojo de seda que se ceñía a su figura como una segunda piel. La tela brillante acariciaba cada curva, reflejando la luz en un juego sensual de sombras y resplandores. El escote corazón era sutil y provocador, resaltaba sus clavículas con un aire de sofisticación, dándole un aire de femme fatale que evocaba la pasión y el misterio de su tierra natal.

Sofía, te he reservado para alguien especial esta noche. Sé que no me decepcionarás. Es la primera vez que viene a La Maison, y quiere mucha discreción. Nadie debe saber que está aquí, por eso lo recibirás en el Salon Rose. Ma chérie, sigue el protocolo de siempre, pero en esta oportunidad ve muy lento. Quiero que nuestro invitado se sienta tranquilo, que sea él quien dé el primer paso. Compris?

—Sí, Madame. Seré la fantasía que está buscando— dijo con un acento seductor.  Su voz era un susurro embriagador, perfectamente calculado para encender la imaginación, un arte que dominaba a la perfección.

Las muchachas de Madame Leblanc no solo eran hermosas, eran maestras en el juego de la seducción, capaces de ofrecer justo lo que un hombre necesitaba antes incluso de que él mismo lo supiera. Sofía, con su elegancia natural y su aire de misterio español, no era la excepción. Con cada palabra y cada gesto medido, demostraba que no solo era una gran belleza, sino un refinado equilibrio entre el deseo y exclusividad.

Pilar Portocarrero

"Soñar es solo el principio"

martes, 14 de enero de 2025

Capítulo 1: La Maison

 


La casa de columnas imponentes ubicada en la esquina de una de las calles más exclusivas de la Ciudad de México, parecía respirar secretos. Su fachada de piedra antigua, vestida de jazmines trepadores, era tan misteriosa como su dueña. Nadie sabía mucho de Madame Leblanc, salvo que había llegado una década atrás con un acento francés marcado y un aire que combinaba elegancia y autoridad que causaba admiración. Los rumores en el vecindario eran inevitables. Algunos decían que había sido una bailarina famosa en París, otros murmuraban que estaba huyendo de algo o alguien. Pero nadie tenía pruebas, y Madame Leblanc nunca respondía preguntas personales.

Las mujeres que la veían pasar no podían evitar quedarse mudas ante su presencia. A sus sesenta años, Madame Leblanc era el tipo de mujer que hacía girar las miradas. Su cabello, recogido en un moño impecable, tenía destellos plateados que parecían reflejar la luz como si fueran joyas. Sus ojos, de un azul profundo, observaban todo con una mezcla de cálculo y melancolía, como si fueran testigos de un pasado lleno de secretos que ella quería llevarse a la tumba. Su rostro, de pómulos altos y piel ligeramente marcada por los años, mantenía una belleza serena y cautivadora que realzaba con su vestuario exquisito de sastres perfectamente entallados, confeccionados en telas de lana y seda, que acentuaban su figura esbelta. Las blusas de encajes o con detalles bordados eran siempre discretas, pero elegantes, y los colores que elegía oscilaban entre tonos neutros como beige, gris y negro, con ocasionales toques de rojo borgoña o azul marino que resaltaban su tez blanca. En su cuello, un colgante de oro blanco con un pequeño diamante pendía con sobriedad, y en sus manos, los guantes de cuero fino completaban su imagen impecable cuando era invierno. 

Tenía un porte que realzaba su figura esbelta, con curvas elegantes que llevaban consigo una feminidad atemporal. Sus movimientos eran medidos, como si cada paso y gesto estuvieran coreografiados para transmitir su inquebrantable autoridad.

Los hombres, por su parte, no quedaban indiferentes ante Madame Leblanc. Su presencia despertaba algo primitivo en ellos, una mezcla de respeto y atracción que los desarmaba. Incluso, los más poderosos e influyentes, sentían su aplomo tambalearse bajo su mirada directa. Había algo en su sonrisa, sutil y perfectamente medida, que hacía que se sintieran vulnerables, como si ella supiera todo de ellos con solo mirarlos. Su voz, con un acento extranjero que suavizaba cada palabra, agregaba una capa más de fascinación. Madame Leblanc no necesitaba alzar la voz ni hacer alardes; su mera presencia llenaba el espacio y dejaba a los demás en silencio.

Cuando Madame Leblanc compró aquella propiedad, causó mucha curiosidad entre los vecinos, ya que era muy sabido la suma exorbitante que se pedía por el inmueble.

—¿De dónde tendrá tanto dinero? —se preguntaban, aumentando el interés por la nueva propietaria.

La casa, que había pertenecido a un político importante, llevaba años desocupada, como si su historia pesada la hubiera condenado al olvido. Pero Madame no solo le devolvió vida al lugar, sino que realizó una remodelación que pronto se convirtió en el centro de las conversaciones de la gente adinerada que vivía en Las Lomas de Chapultepec. Les intrigaba el sótano que mandó construir; una obra discreta, pero de gran envergadura, que ahora funcionaba como un garaje privado donde entraban y salían autos elegantes que muchas veces eran conducidos por choferes uniformados.

Dicen que ese sótano tiene un acceso directo a la casa principal —murmuraba una vecina en una reunión de café con sus amigas. —, y que lo mandó construir porque no quería que nadie viera quién entra ni quién sale de ese lugar.

Lo cierto era que las noches en aquella calle tenían un nuevo encanto que los vecinos no podían ignorar: el eco de motores de lujo que desaparecían tras las gruesas puertas del sótano, para volver a verlos luego de tres a cuatro horas.

—¿Y si es una casa de citas? —preguntó Liz en tono audaz—, de esas que salen en las películas.

Ella estaba fascinada con el misterio y los chismes que le traía su amiga, que la llevó varias veces a dar vuelta por la casa para ver si por casualidad se topaba con Madame Leblanc.

—Lo mismo le dije a mi marido, pero Juanca dice que es imposible, que ahí debe funcionar algún club privado.

—Claro, un club privado en donde seguro están atendidos por muchachitas dispuestas a complacerlos —agregó Liz en tono sarcástico.

La casa, conocida simplemente como "La Maison", era un refugio de lujo y discreción. En el interior, las habitaciones eran ambientes  tan exquisitos como su dueña. Las antigüedades europeas llenaban los espacios dándole un aire de sofisticación que la hacía única. En el vestíbulo, un reloj de pie traído desde Francia dominaba una esquina, con intrincados grabados dorados en su madera oscura. Su presencia no solo aportaba un aire de elegancia, sino que marcaba cada hora con un sonido profundo y solemne que parecía resonar en toda la casa. Candelabros de cristal tallados colgaban del techo, reflejando la luz en incontables direcciones, mientras alfombras orientales cubrían los pisos, suavizando los pasos de quienes se aventuraban por la casa. Al mismo tiempo, los detalles mexicanos aportaban calidez y autenticidad. Coloridos azulejos de Talavera adornaban las paredes de la cocina y el patio, mientras jarrones de barro pintados a mano y bordados tradicionales contrastaban con el lujo europeo.

Madame Leblanc cruzó el vestíbulo con la gracia de quien domina su entorno. Observó a las jóvenes que trabajaban para ella con una mezcla de afecto y control. Era exigente, pero justa. Para ellas, Madame Leblanc no era solo una jefa; era un enigma, una figura materna y, a veces, su única salvación.

Esa noche, un cliente especial estaba por llegar. Y Madame, como siempre, estaba preparada.


Pilar Portocarrero

"Soñar solo es el principio"