Madame
Leblanc observaba con su
característica elegancia a las siete chicas alineadas frente a ella. Ninguna
podía adivinar sus pensamientos. Su rostro no expresaba emoción mientras
caminaba despacio mirándolas por el rabillo del ojo.
Era
imposible que ellas no se sintieran nerviosas frente a su escrutinio, es por
eso que pasaban saliva o respiraban agitadas ante la agudeza de sus ojos fríos.
Isabella
bajó la mirada escondiendo sus ojos verdes, siempre tenía esa reacción cuando
cada noche, Madame Leblanc hacía su acostumbrada evaluación. Todo debía
estar como a ella le gustaba: el maquillaje discreto en colores neutros. El
vestido en armonía con el cuerpo, y el peinado al natural cayendo sensualmente
sobre los hombros.
Era una noche fría de enero. Afuera, la brisa suave movía con gracia los rosales que eran la adoración de Madame Leblanc. Cada mañana, cuando el rocío aún descansaba sobre los pétalos y el aire estaba impregnado de un aroma fresco a tierra húmeda, Madame Leblanc salía al jardín con una bata de satén en tonos marfil, ajustada con un delicado cinturón de seda, recorría los senderos empedrados con la elegancia de quien entiende que cada detalle cuenta. Con manos cuidadosas, enguantadas en fino encaje negro, rozaba los pétalos de las rosas Black Baccara, asegurándose de que la brisa nocturna no los hubiera marchitado. Su mirada experta, curtida por los años y los secretos que escondía, sabía distinguir la más mínima imperfección en sus rosales. Con una tijera de podar dorada, cortaba con precisión los tallos secos, murmurando en francés palabras de cariño, como si cada flor fuera un amante a quien le susurraba secretos de alcoba.
Madame
Leblanc no confiaba esta
tarea a nadie más. Para ella, sus rosales no eran solo plantas, eran testigos
silenciosos de noches de pasiones contenidas y confesiones susurradas bajo la
luna. Por las tardes, cuando el sol bañaba la mansión en tonos dorados, se la
podía ver rociando cuidadosamente cada rosa con una fina bruma de agua
perfumada; una mezcla especial que había traído de París y que, según decía,
mantenía las flores tan frescas como una promesa.
—Bien, mes petites —dijo con su marcado acento francés, mientras paseaba lentamente frente a las muchachas—. Hoy, como siempre, tenemos invitados especiales, y espero que estén listas para demostrar por qué esta casa es la más codiciada de la ciudad.
Las
palabras de Madame Leblanc parecieron flotar en el aire, impregnando
cada rincón de la estancia con una mezcla de anticipación y elegancia. La
Maison, envuelta en una opulencia atemporal,
destilaba el refinamiento de otra época, donde cada detalle había sido
cuidadosamente seleccionado para evocar el esplendor del viejo mundo. Los
muebles de estilo Luis XV, con sus líneas curvas y tallados exquisitos,
destacaban bajo la luz tenue proyectando sombras alargadas que parecían moverse
al compás de la respiración de las chicas.
Las
muchachas, alineadas bajo la imponente araña de cristal que colgaba majestuosa
sobre ellas, lucían como piezas perfectamente colocadas dentro de aquel
escenario de ensueño, listas para desempeñar su papel con la gracia y el
refinamiento que Madame Leblanc exigía.
—Ustedes son el alma de La Masion. Sin ustedes no habría brillo. Por eso debo recordarles el papel tan importante que tienen frente a nuestros invitados —dijo Madame Leblanc, mientras esbozaba una delicada sonrisa.
Cada
una de ellas era una pieza cuidadosamente elegida para encajar en su mundo, y Madame
Leblanc sacaba provecho de eso. No se trataba solo de belleza, sino de
presencia; de una mezcla exquisita de carisma, sofisticación y un toque de
peligro latente que gustaba a sus invitados. Dedicaba mucho tiempo a
seleccionar a las mujeres perfectas, y gracias a su experiencia sabía lo que
los hombres deseaban.
—Isabella, chérie, asegúrate de que el
señor Elías lo pase bien esta noche. Sabes que adora tu acento y tu encanto
exótico.
Isabella era una morena de cabello sedoso y sonrisa tan dulce como letal. Había llegado desde Colombia con sueños de grandeza. Quería ser modelo y desfilar en las grandes pasarelas de la Ciudad de México, pero cada oportunidad que se le presentaba tuvo un costo que fue apagando sus ilusiones. Madame Leblanc le dio la gran oportunidad de brillar, y se había ganado su lugar a base de una sofisticación natural y un talento innato para la conversación. Admiraba a Madame Leblanc desde que había llegado a la mansión, no hacía más que memorizar sus movimientos queriendo imitarla. Algo imposible de lograr, porque Madame Leblanc era inimitable, y todas lo sabían.
Isabella
asintió con una leve sonrisa, tenía la postura impecable y sus manos
entrelazadas con elegancia sobre la tela de su vestido verde olivo. Llevaba en
el anular un anillo de esmeralda que Antonio Elías le había regalado la semana
pasada.
—¿Qué hago? —le preguntó a Madame Leblanc,
luego de que el señor Elías dejara La Maison —¿Le devuelvo el anillo?
—Debes usarlo cada vez que estés con él —le
dijo con voz pausada—. Monsieur Elías ha tenido un gran detalle contigo,
chérie. Pero que este gesto no te confunda, Isabella. Aquí no hay amor. Monsieur
Elías solo te agradece por los momentos que le entregas.
—Si, Madame —respondió, consciente de
su papel dentro de la vida de unos de los empresarios más importantes de la
Ciudad de México.
Nada de comunicación fuera de La Masion, y ella cumplía todas las reglas para evitar problemas con Madame Leblanc. Aunque no le había contado que Antonio Elías le había entregado una tarjeta con el número de su celular que ella había guardo bajo siete llaves.
—¡Llámame! —le dijo Antonio, murmurándole
al oído—. Me harías muy feliz.
Isabella había estado tentada más de una
vez a marcar su número, pero el miedo a ser descubierta evitó que cometiera ese
desliz.
Madame
Leblanc miró a Valentina,
una rubia de origen ruso, de piernas interminables y una mirada que podía congelar
a cualquiera. Con un porte altivo y una voz melosa, se había convertido en la
preferida de los políticos más influyentes. Su vida no había sido un lecho de
rosas. La pobreza no entendía de belleza, de nada le sirvió tener un rostro de
ángel si pasaba frío en el invierno y comía una vez al día. Por eso no lo pensó
demasiado cuando un americano llegó a Moscú y se enamoró de ella. Dejó a su
familia y se aventuró hacia un mundo en donde la hamburguesa era el platillo de
todos los días.
—Valentina, chérie, no pudiste haber
elegido mejor color para esta noche. Tu vestido negro te hace más sofisticada,
y a Monsieur Lascurain le gustan las mujeres de tu tipo. Recuerda que el
misterio es tu mayor arma.
Valentina respondió con una leve inclinación de cabeza, mientras sus labios esbozaban una sonrisa calculada. Estaba satisfecha por el comentario de Madame Leblanc. Era consciente de su belleza, pero había aprendido que en la vida se necesitaba más que eso para triunfar, y Madame Leblanc era la mejor profesora que podía tener.
Celeste levantó la barbilla esperando que Madame Leblanc se dirigiera a ella. Era la más joven del grupo, con apenas veintidós años, pero con una gracia innata para conquistar corazones de todas las edades. Los invitados de Madame Leblanc caían rendidos ante ella. Su cabello rojizo era una tentación que todos querían acariciar, y ella aprovechaba su encanto para hacerles sentir únicos en el mundo.
—Celeste, ma chérie, tu dulzura es
tu mayor virtud, y tú lo sabes. Haz que Monsieur
De la Garza se sienta en casa, como siempre.
—No lo dude, Madame —respondió
satisfecha.
De origen irlandés, hablaba perfectamente el español. Siempre amable con todas, dispuesta a ayudar a quien lo necesitara, pero jamás respondía preguntas sobre su pasado. Cómo había llegado a México y en qué circunstancias conoció a Madame Leblanc, era un secreto que ambas guardaban celosamente. Celeste siempre sonreía con dulzura, y con los invitados de Madame Leblanc era educada y dispuesta a complacer sus fantasías. Una digna alumna de su maestra.
Junto
a ella estaba Sofía, una española de carácter fuerte y un temperamento que
pocos podían domar. Su belleza clásica y su astucia le habían ganado un lugar en
La Maison. Sofía llevaba un
vestido rojo de seda que se ceñía a su figura como una segunda piel. La tela
brillante acariciaba cada curva, reflejando la luz en un juego sensual de sombras
y resplandores. El escote corazón era sutil y provocador, resaltaba sus
clavículas con un aire de sofisticación, dándole un aire de femme fatale
que evocaba la pasión y el misterio de su tierra natal.
—Sofía, te he reservado para alguien especial
esta noche. Sé que no me decepcionarás. Es la primera vez que viene a La
Maison, y quiere mucha discreción. Nadie debe saber que está aquí, por eso
lo recibirás en el Salon Rose. Ma chérie, sigue el protocolo de siempre,
pero en esta oportunidad ve muy lento. Quiero que nuestro invitado se sienta
tranquilo, que sea él quien dé el primer paso. Compris?
—Sí, Madame. Seré la fantasía que está buscando— dijo con un acento seductor. Su voz era un susurro embriagador, perfectamente calculado para encender la imaginación, un arte que dominaba a la perfección.
Las muchachas de Madame Leblanc no solo eran hermosas, eran maestras en el juego de la seducción, capaces de ofrecer justo lo que un hombre necesitaba antes incluso de que él mismo lo supiera. Sofía, con su elegancia natural y su aire de misterio español, no era la excepción. Con cada palabra y cada gesto medido, demostraba que no solo era una gran belleza, sino un refinado equilibrio entre el deseo y exclusividad.
Pilar Portocarrero
"Soñar es solo el principio"